jueves, 19 de noviembre de 2015

Reseña libro: Un Guerrero entre Halcones. Diario de un Detective Privado, de Rafael Guerrero

Por María Rodríguez González-Moro

Con cierta asiduidad me gusta perderme por las páginas de libros en los que la investigación privada resulta el hilo conductor de la trama, y esto es así porque es a partir de obtener datos de otras experiencias que tal vez pueda mejorar la mía como profesora de futuros detectives. En esta ocasión me llamó la atención el libro Un Guerrero entre Halcones. Diario de un Detective Privado, de Rafael Guerrero, y lo hizo especialmente porque se trataba de un libro escrito en primera persona por un detective privado profesional, con lo que prometía estar cargado de comentarios interesantes, posiblemente mucho mejores de los que se puedan encontrar en las licencias literarias de escritores que no saben nada de la profesión, más allá, por supuesto, de lo que pueda dar de sí su imaginación.

Al poco de comenzar a leerlo pude darme cuenta que el libro de Rafael Guerrero no está escrito para aspirar a ganar un premio literario, ya que los aficionados a la literatura tenemos un cierto grado de exigencia cuyo listón está cada vez más alto; sin embargo, y conforme me adentraba en esta novela realista, fui dándome cuenta que el autor deja muchas frases contundentes para el mundo de los detectives, frases que tal vez ya se sabían, pero que no es habitual verlas escritas, y menos aún por quien ha de padecerlas. Así, escribe Guerrero: “Cuando salí de la facultad nadie me había dicho lo que me iba a encontrar en la calle”. Esto es cierto en la profesión de detective privado y en todas las demás, pero tal vez sea en la de detective una de las profesiones en que esa diferencia es más palpable, porque la teoría universitaria choca frontalmente con la cruda realidad una vez que hay que tomar decisiones rápidas sobre la marcha y no queda tiempo para mirar el libro de instrucciones, de ahí que Guerrero añada a este respecto que “Cuando empiezas en esta profesión, estás totalmente perdido”. Sin embargo, al menos desde mi punto de vista, mucho más duro que sentirse perdido al comenzar a ejercer podría llegar a resultar la soledad, esa soledad siempre asociada a la figura mítica del detective la cual, sin duda, debe dejar momentos vividos tan especiales como rigurosamente duros. “Vocacional y solitaria. Así es mi profesión y mi vida”, escribe el autor.

Rafael Guerrero manifiesta que ha escrito este libro para saciar la curiosidad de sus amistades cuando le piden que les cuente sus experiencias, lo cual no me extraña, porque la vida de un detective privado siempre ha estado oculta tras el misterio que imprimen el cine y la literatura, concepción esta que no se debería dejar perder, ya que por mucho que ahora se quiera profesionalizar el oficio de forma aséptica, la figura del detective siempre perdurará en el imaginario popular como alguien que se esconde bajo un sombrero, el cuello levantado de su gabardina y el humo de un cigarro inacabable. Eso sí, tal vez esta concepción solo sirva para aquellos que sientan la profesión como parte de su alma, y en esto Guerrero es muy contundente al matizar que existen detectives que viven la profesión, clientes que se creen detectives, intrusos puros y duros y, también, detectives empresarios, esto es, aquellos que entienden la investigación privada como una actividad industrial.

Ser detective privado, según Guerrero, es una profesión dura; de una parte, como él afirma, “en este trabajo, sabemos cuando salimos de casa, pero no cuando volvemos”, y es que una de las tareas  principales de los detectives, la vigilancia, “es un ejercicio de paciencia infinita” que incluso llega a tener sus efectos colaterales porque “todos los vecinos se convierten en investigados”, es decir, se ha de estar tanto tiempo en algunos lugares que uno llega a saber, sin querer, las costumbres del vecindario del propio investigado, lo que por otra parte no deja de generar su estrés añadido al detective cuando teme ser descubierto por alguno de los vecinos. Igualmente, ser detective privado hace que quien ejerce la profesión se convierta en una persona desconfiada, de hecho Guerrero llega a escribir “no me fío de nadie, ni siquiera de mi equipo”, entre otras cosas porque “todos somos una caja de sorpresas”.

Rafael Guerrero, “el detective Rafael”, el hombre que quería ser como James Bond y que aparece en el libro como soltero, apasionado por su profesión y por las mujeres, aclara que, como detective, “siempre hay que tener un plan de fuga”, recuerda que ésta “es una profesión clandestina de cara al público” por la necesidad imperiosa de pasar desapercibido y deja un hueco para la reflexión cuando escribe que “no se debe juzgar a nadie porque nadie conoce absolutamente todos los factores que inducen a una persona a actuar como lo hace. Y menos podemos juzgar en esta profesión, en la que solo escuchamos, observamos y documentamos e informamos al cliente”.

Un Guerrero entre Halcones es un libro de lectura fácil, con una trama sencilla en la que se cuentan las interioridades de un operativo; un libro en el que, sin duda, se verán reflejados muchos detectives vocacionales y que también ofrece una idea meridiana de las muchas cosas que pasarán por la cabeza a todos aquellos que, un buen día, decidan enfrentarse a ejercer la profesión.


Un Guerrero entre Halcones. Diario de un Detective Privado
Rafael Guerrero
Editorial Círculo Rojo

ISBN: 978-84-9050-165-8

sábado, 3 de octubre de 2015

Estercolero mediático

Por María Rodríguez González-Moro

Pongo la tele y veo en directo a un ajusticiado, como presunto coautor de la muerte de su hija, sentado delante de un Tribunal y refiriéndose a los medios de comunicación televisivos de la mañana en su declaración como un “Estercolero mediático”. Lo primero que me viene a la cabeza es que este señor, dado que se encuentra en prisión, tal vez no tenga acceso a un televisor por la tarde, o por la noche, porque entonces, a buen seguro, habría ampliado su denominación de origen en lugar de acotar que son los programas de “por la mañana” los únicos incluidos en ese estercolero mediático.

Ciertamente es normal que este hombre piense como piensa, y de hecho es más que posible que otros en su misma situación piensen igual, porque hay algunos programas en la parrilla televisiva española en los que parece que, lo único que se pretenda, sea apropiarse de las funciones del juez instructor para realizar una instrucción paralela de los casos más llamativos (o más mediáticos) y, a más a más, como dicen los catalanes, llegar incluso a juzgar por adelantado al incauto que tuviera la mala suerte de ser marcado como imputado (o investigado, o jodido), dando el caso como visto para sentencia mucho antes de que el juicio real llegue a comenzar.

En este “estercolero mediático”, como lo denomina el dicente juzgado, cabe de todo, no sólo periodistas investidos del manto de la investigación como ángeles exterminadores, sino también letrados, o letradas, que a veces pierden las letras estudiadas para dejarse llevar por el ambiente del plató; expertos en lenguaje visual, postural y hasta videncial, puesto que llegan a imaginar lo que no se muestra al tiempo que los presentes asienten como cuando se va a un vidente y una se cree toda la sarta de obviedades que el ínclito visionario le va relatando a medida que las cartas “hablan”; policías jubilados, y otros no tanto, que han estado directamente relacionados con la investigación del caso en cuestión y que no dudan en hacer el ridículo con tal de ganar el minuto de gloria pública que parece no pudieron ganar durante los años de su abnegada y arriesgada carrera; aunque, con todo, lo mejor sin duda son los psiquiátras forenses, los cuales parecen levantados de su propio diván y llevados a la televisión para alardear de una pseudo psiquiatría únicamente superada por algunos intrusos profesionales que hubieran conseguido su título en un curso por correspondencia. Y digo esto porque me resulta, escandaloso no, lo siguiente, ver a personas a las que se supone altamente cualificadas dando su opinión “profesional” indiciaria sobre reos que han sido elevados a la categoría de personajes por obra y gracia de una decisión periodística y cuya presunción de inocencia ha sido obviada, machacada, pisoteada e ignorada invocando un derecho de información que se subroga las funciones de toda la estructura judicial.

Naturalmente que el que está siendo juzgado en directo tiene razón al denominar estercolero mediático esta suerte de mezcla entre información, opinión y basura, “¡nada más que basura!”, que diría la antes también mediática “Bruja Lola”, aquella que amenazaba con encender dos velas negras a quien osare meterse con ella. Y ahora que lo pienso, no hay tanta diferencia entre las amenazas de tan maléfica señora y las de estos ángeles exterminadores del periodismo, solo que sus “velas negras” son más programas monográficos dedicados a destruir la presunción de inocencia y a quedar por encima de quien no puede responderles.
Ya en su día el Constitucional matizó que la opinión no tenía porqué ser veraz (siempre que no lo fuera insultante), puesto que, a fin de cuentas, se ha de dar por hecho que cada uno de nosotros podemos ser portadores de una opinión distinta, pero lo que sí ha de ser cierta, ineludiblemente, es la información, porque en ella se narran hechos que, de no ser ciertos, podrían causar graves perjuicios de consecuencias imprevisibles. Sin embargo, el alto tribunal no dijo nada de cuando se mezcla opinión interesada (por aquello de crear morbo que suba los índices de audiencia), con información absolutamente sesgada y con peritajes profesionales de quienes no saben distinguir la ciencia con el ridículo, todo ello se agita bien y se sirve perfectamente desvirtuado en una especie de cóctel coprofágico y nauseabundo.

En Justicia no siempre es leche  todo lo que es blanco y en botella, hay muchos matices que pueden determinar que el contenido de la botella puede ser cualquier otra cosa y, en caso de duda razonable, actuar siempre a favor del reo. Sin embargo esto no es aplicable a los juicios paralelos mediáticos, en los que ni siquiera es necesario que el contenido de la botella sea blanco para hacer creer a todo le mundo que se trata de leche. ¿Y si después resulta que no era leche? Pues no pasa nada, se traen al plató más expertos y peritos de toda condición para decir, y dar por sentado, que puede haber leches de cualquier color y que, si además estaba en una botella, entonces a quien hay que juzgar es al juzgador que no ha sabido verlo. Me pregunto por qué gastamos tanto dinero en un ingente aparato judicial, que además es lento, muy lento, cuando podríamos dejar la ejecución de la misma en manos de los coordinadores del “estercolero mediático”, bautizado así por alguien que se enfrenta a una petición de muchos años de prisión partiendo de la base de haber sido juzgado ya dos años antes de comenzar el juicio. La única posibilidad que le queda es que el jurado popular que ha de tomar la decisión sobre su inocencia o culpabilidad no fuera adicta a los programas matinales, aunque dado que ha sido ese propio jurado quien ha decidido que las sesiones del juicio sean retransmitidas en directo, mucho me temo que el acusado puede irse dando por condenado, habida cuenta de que dicha decisión más bien parece tomada por teleadictos.


Triste realidad que dejemos el bien más preciado de alguien, la libertad, en manos de quienes ni saben ni pueden hacer de jueces. Más que un estercolero mediático yo diría que la televisión pseudo juzgadora es una especie de agujero negro infinito por el que cabe todo. Así nos va.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

La berrea publicitada

Por María Rodríguez González-Moro

A veces me pregunto, tantas que empieza a preocuparme, quién ganaría en un duelo entre la estupidez y la hipocresía, porque hay que ser muy estúpido para inscribirse en un sitio de Internet especializado en infidelidades, pero también hay que ser muy hipócrita para después clamar al Cielo por lo que treinta y tantos millones de personas han hecho, como si eso de ser infieles fuera cosa de unos pocos pecadores y en realidad la vida no fuera un concurso sobre quién está más cualificado para aquello de “tirar la primera piedra”.

La historia del pirateo de las cuentas de Ashley Madison, por supuesto, deja muchas reflexiones en el aire, algunas de ellas de índole antropológico, otras legales y otras, sin duda, sociales, pero no hay nada como echar una mirada aleatoria a algunos de los miles y miles de titulares publicados a escala planetaria (lo que supone la globalización del dicho “La jodienda no tiene enmienda”), para darnos cuenta del despropósito informativo generado por el suceso y que tal vez solamente pueda ser superado por los tradicionales comentarios de bar: “Dos clientes de Ashley Madison se suicidan tras la publicación de sus datos”, "Así es el perfil de usuario adúltero de Ashley Madison en España", 18.435 'infieles' de Zaragoza, atrapados en Ashley Madison”, “Manises, la ciudad con la mayor tasa de adúlteros ‘destapados' por el caso Ashley Madison”, “Un jugador del Real Madrid, en la lista de infieles de Ashley Madison”, “Este es el mapa de los «infieles» registrados en Ashley Madison”, “Más de 8.000 jienenses, en las listas de adúlteros de Ashley Madison”, “La filtración de las citas Ashley Madison sonroja a quince pueblos de Palencia”, “Ashley Madison estaba lleno de robots fingiendo ser mujeres”, “¿Cómo saber si tu pareja está en la lista de Ashley Madison?”, “La Bolsa baja por Ashley Madison”, “Ashley Madison deja en cueros a 30.000 murcianos”, “Oleada de chantajes por el ´hackeo´ de Ashley Madison”, “46.648 gallegos, ´pillados´ en una web para infieles”, “Oviedo, la ciudad más infiel”, “Y la venganza de los pringados azotó la nuca de los adúlteros”.

Creo que no hace falta profundizar mucho en estos titulares para saber que, en la mayoría de los casos, podrían superar en estupidez a los propios damnificados del pirateo, pero sí considero que es muy conveniente recalcar lo que la mayoría de ellos vienen a significar respecto de esa especie de mezcla entre la hipocresía recalcitrante y el atentado contra la privacidad, casi a modo de complicidad con los propios piratas. La mayoría de estos titulares parecen de aquellos que se hacían en tiempos pretéritos en los que lo que tocaba era rasgarse las vestiduras, y suponen un golpe duro a la privacidad de las personas dando a conocer la existencia de clientes de la firma especializada en relaciones adúlteras en poblaciones con un bajo índice de habitantes y, por tanto, fáciles de ser marcados o puestos bajo sospecha por sus propias parejas, lo que en la práctica vendría a ser una suerte de complicidad de hecho con los piratas informáticos que robaron los datos.

Como se ha escrito tanto sobre este asunto de Ashley Madison, incluso bajo una perspectiva jurídica y de protección de derechos fundamentales, mi única intención es reflexionar sobre los, a mi juicio, dos puntos esenciales de todo este tinglado: la estupidez y la hipocresía. Resulta que, en las condiciones generales del ínclito sitio web, parece que se especificaba claramente que la empresa podía compartir con terceros la información aportada de los usuarios. Esto, aunque evidentemente a priori sea a título comercial, ya debería haber puesto en alerta a quien se está planteando darse de alta en un lugar donde lo que se comercia es puro pecado social. Pero es que, por si fuera poco, resulta que el sitio no tenía implementado un sistema de verificación de correos electrónicos, con lo que cualquiera que sea capaz de crear una cuenta gratuita de email puede utilizar nuestro nombre y meternos en un buen lío marital. Dadas estas circunstancias elementales, ¿no habría que ser estúpido para meterse en un berenjenal de trapicheos amorosos públicos? Y, por si faltaba algo, al parecer, la inmensa mayoría de los millones de inscritos eran varones a los que presuntamente se les daba asistencia en su particular berrea virtual a través de aplicaciones robóticas que simulaban ser mujeres o con email falsos que los mantenían contentos. Quisiera creer que no eran conscientes de ello y que formaban parte de una especie de ilusión globalizada teledirigida de buscadores de amantes que eran felices simplemente con la falsa promesa de una aventura, una especie de manipulación virtual del deseo que dará pie a la aparición de libros de antropología sociológica en menos que canta a un gallo.

Pero, con todo, a pesar de la inmensa demostración de estupidez demostrada por estos treinta y tantos millones de personas, la cual haría coser y cantar el trabajo de un detective privado persiguiendo una infidelidad, llegando incluso a crear un verdadero paradigma de la investigación privada al resultar que, en lugar de tener que perseguir al adúltero, éste viene a ti y además pague por dar sus datos y contar sus historias, lo que verdaderamente resulta chocante es la tremenda demostración de hipocresía social que, en este caso, ha alcanzado su máxima expresión a través de los medios de comunicación. Los piratas que han colgado parte de la información en la Red y los medios de comunicación en lugar de levantarse por la libertad de los que ahora se ven privados de su intimidad, lo que hacen es acceder y analizar los datos pirateados ofreciendo todo tipo de información sugerente que sirva para un vulgar titular. Digo yo, aunque sólo sea para mis adentros, que casi tan mal debería estar que una información tan comprometedora sea robada y expuesta públicamente, o incluso utilizada para chantajear, como husmear en ella voluntariamente, conociendo por tanto su contenido a pesar de saber el origen ilícito del mismo; y luego aún encima utilizar esa información para realizar todo tipo de sugerencias informativas que lleven, como mínimo, a extender la sospecha de la duda razonable entre la población de un aparente delito social que no lo es ante la ley. Y esto no solo infiere en el mero hecho de que la libertad de información no puede convertir el mundo en un patio de porteras, sino que, además, puede tener consecuencias catastróficas más allá de las sobrevenidas del divorcio preventivo, y es que ya han empezado los suicidios a cuenta del escándalo, y está claro que una vida, aunque sea la de un pobre infiel virtual, vale más que todos los titulares de los periódicos juntos.

Por si esto fuera poco, otra empresa de estas que cotizan mucho y contienen poco, utilizando la información robada por otros, lo cual posiblemente tengan que explicar en su día ante un tribunal, ha creado un mapa mundial de la infidelidad, naturalmente replicado por todos los medios de comunicación. En dicho mapa, en el que dicen haber ubicado los datos de infieles de más de cincuenta mil ciudades, confluyen la estupidez con la hipocresía, porque es de estúpidos pensar que los infieles son sólo los que aparecen en los “papeles” robados, y de hipócritas airear algo tan humanamente normal como el pretender ampliar los, artificialmente impuestos, límites de la pareja.

Tal vez algún día de estos piense si debería darme a la bebida sin control para estar al nivel de la Humanidad. Con la que está cayendo en el mundo, con guerras por doquier, extremismos religiosos reconvertidos en repúblicas terroristas, crisis migratorias históricas y movimientos de refugiados que pueden cambiar la faz del primer mundo, con una regresión sin precedentes al racismo más rancio en la primera democracia del planeta, con países emergentes superpoblados, y super corruptos, que aspiran a dominar la economía mundial, con una crisis económica que parece haberse enquistado y yo, con la casa sin barrer todavía, y lo que importa, lo que cuenta, lo que se comenta, es que un grupo de pobres diablos pretendía llevar la berrea propia a esferas tridimensionales. ¡Qué barbaridad, qué mal estamos! Claro que peor podríamos estar si, a partir de todo este lío, las parejas de los afectados decidieran comenzar un proceso multitudinario de divorcios por infidelidades que nunca se cometieron aduciendo un iter criminis de pensamiento. ¡Dios mío, no siento las piernas!

sábado, 22 de agosto de 2015

Enamorarse de un criminal

Por María Rodríguez González-Moro

A veces, cuando estoy relajada y dejo que mis pensamientos campen por sus respetos, me doy cuenta que darles tanta libertad no siempre es bueno, porque si bien es cierto que lo suyo es que éstos traigan ideas frescas, también puede pasar que lo que traigan sean ideas raras, extrañas, absurdas o, lo que es peor, inalcanzables. En todo caso, lo que sí tengo claro es que cuando les dejo que traigan pensamientos relacionados con hombres siempre procuro que sean para mejorar, eso de “Virgencica, que me quede como estoy”, lo dejo para otro tipo de pensamientos más de estar por casa.

Cuento esto a raíz de la sensación que he tenido cuando me he enterado que una tal Victoria, al menos ese es su pseudónimo, joven sueca de 20 añitos, está enamorada de Anders Behring Breivik, el bicho que el 22 de julio de 2011 mató a 77 personas en lo que fue la matanza más grande ocurrida en Noruega desde la Segunda Guerra Mundial. Aquél día, no contento con poner una bomba en el centro de Estocolmo, este individuo disfrutó sádicamente disparando y asesinando a decenas de jóvenes, compatriotas suyos, que le pedían clemencia una y otra vez, las mismas que él ignoró mientras seguía con su juego macabro de verlos morir.

Si ya puede parecer extraño que alguien pueda perder la cabeza hasta ese punto de dar caza a varias decenas de chiquillos, debería parecer mentira que una persona pueda llegar a enamorarse de alguien como Breivik, lo más normal sería sentir cualquier cosa menos amor por alguien que se asemeja más a un monstruo que a un ser humano. Pero he aquí que la ciencia tiene respuestas para casi todo lo que hacemos los que alardeamos de humanos, y en este caso la respuesta se llama hibristofilia, una palabreja que da cabida a quienes sienten pasión por asesinos ladrones, violadores y, en la misma línea pero a otro nivel, por los infieles casi patológicos o aquellos que hacen de la mentira su modus operandi.

Puede que pensemos que esta parafilia es demasiado rara y afecta a muy pocas personas, pero no es así, la realidad es muy diferente, y es que a este Breivik le llegan unas ochocientas cartas anuales, casi todas de admiradoras, incluso una de ellas, de 16 años, ya le propuso seriamente matrimonio en 2012. Y a esto hay que sumar las cientos, miles, de otras personas que sienten lo mismo por grandes asesinos conocidos que purgan su pena en las cárceles de medio mundo. Con todo, hay incluso millones de personas, la mayoría mujeres, y muy jóvenes, que sienten un morbo especial por aquellos que las introducen en su juego de adulterio, o que disfrutan creándoles un mundo imaginario que solo ellas pueden llegar a dar por real. Esta hibristofilia de menor intensidad es la que más cerca está de nosotros, porque todos tenemos experiencias propias, o muy cercanas, que podrían encajar perfectamente; recuerdo el sufrimiento de unos conocidos cuya hija, preciosa, rubia, con ojos verdes y menor de edad, se enamoró perdidamente de un chico varios años mayor que ella que era un delincuente de pacotilla y que llamaba poderosamente la atención de la chiquilla, al final la cosa terminó con embarazo y una unión odiosa, aunque distante, de por vida.

Aún así, si aparcamos los bajos estadíos de esta parafilia, no resulta fácil llegar a imaginar que una persona en su sano juicio pueda mostrar su amor, públicamente o en la intimidad, hacia alguien de quien no queda la más mínima duda, ni la razonable ni la otra, que es un asesino despiadado que disfrutó destrozando tantas vidas, las de los muertos que dejó y las de sus familias, que a buen seguro ya no han vuelto a ser las mismas, porque cuando la muerte entra en una casa para llevarse a un niño, a un joven, el frío jamás desaparece de sus muros. Victoria, con sus veinte años y su personalidad distorsionada, se excita pensando que es el sistema, la propia sociedad, quien hace sufrir a su hombre la tortura de la cárcel, de ahí que sea una ferviente activista para que se atenúen las condiciones en las que está preso el hombre de su vida, e incluso para que no se revise la condena una vez cumplidos los 21 años que tiene por delante.


Cuando se flirtea con el mal no suele tratarse de un capricho de una noche de juerga, normalmente se debe a disturbios en el comportamiento que irremediablemente, como si fuera una droga, lleva al cerebro a pedir más y más hasta que se alcanza el punto de no retorno. El problema es que este tipo de comportamientos son tan frecuentes que, necesariamente, habremos de hacer una introspección en profundidad para saber hasta qué punto las filias están pasando a formar parte intrínseca de nuestras vidas, porque entonces dejarán de ser filias y se convertirán en hábitos, será llegado el momento en que enamorarse de un criminal sea lo normal y ni tan siquiera el espejo sea capaz de retornarnos la imagen fidedigna que proyectamos sobre él, sino la que creemos proyectar. 

domingo, 16 de agosto de 2015

La pérfida sensación del mal

Por María Rodríguez González-Moro

No creo que extrañe a nadie si afirmo que, como me considero una mujer optimista, entiendo que el mundo, y la vida misma, son algo maravilloso por lo que merece la pena brindar con la frecuencia que haga falta. Si un día hace sol podemos disfrutar de la energía que ello conlleva, pero incluso si el día fuera nublado podemos igualmente disfrutar de los azules plomizos de las nubes, especialmente si estamos en el campo y éstos contrastan con el verde de la hierba. A poco que nos lo propongamos podremos reírnos de casi cualquier cosa y ver el vaso medio lleno, aún cuando, con relativa frecuencia, nos preguntemos por qué estará medio vacío. Sabemos que casi todos los problemas tienen una solución y que basta con conservar la calma para encontrarla. En fin, en general la vida es bella, pero no podemos obviar que también tiene sus momentos trágicos y que éstos, a veces, superan con creces nuestra propia capacidad imaginativa.

Por poner algún ejemplo, me centraré en tres sucesos acaecidos en los últimos días los cuales, por su propia naturaleza, llaman la atención lo suficiente como para efectuar sobre ellos un mínimo análisis valorativo, mismo si no tenemos más que las referencias informativas que cualquiera puede saber y no contamos con datos objetivos que permitan auscultarlos en profundidad. Por supuesto los imputados en las tres situaciones son siempre presuntos, presuntos asesinos, presuntos homicidas, presuntos lo que sea hasta que se demuestre lo contrario, incluso hasta que se demuestre su cordura, igualmente presunta.

El primero de ellos es el del padre que mató a sus dos hijas de 4 y 9 años cortándoles el cuello con una sierra radial. Al parecer este hombre estaba separado y, aunque las hijas vivían con su exmujer, en ese momento se encontraban con él. El odio que sentía por ella era tal que le llevó a tomar una sierra y acabar con la vida de las pequeñas de manera tan salvaje.

El segundo caso es el de una madre que degolló a su bebé de tres meses en el altar de la capilla de un cementerio. Y podía haberlo hecho también con su hija de tres años de no ser porque la abuela no le dejó llevársela.

El tercer caso es el de un individuo que asesina a su exnovia cuando ésta va a su casa a recoger sus enseres, y de paso también lo hace con una amiga de la exnovia que la acompañaba porque, previsiblemente, no se fiaba mucho de la reacción que pudiera tener el sujeto.

Los tres casos son diferentes y diferentes son también las causalidades y comportamientos que los provocaron, aunque en todos ellos hay una línea de unión, una especie de base sobre la que asentar algunas reflexiones. En el del padre que decide acabar con la vida de sus hijas pequeñas, el trasfondo es hacer daño a la madre de éstas más que a las niñas en sí, es decir, las niñas sirvieron como simples elementos canalizadores de una perversión psicopatológica irreductible, que llevó al cerebro del padre a cortocircuitarse hasta el punto de utilizar, ni más ni menos, que una sierra radial para ejecutar tan macabro propósito. Puedo imaginar, en caso de que las niñas estuvieran conscientes en el momento de la ejecución, el tremendo ruido de la sierra, las salpicaduras de sangre a metros de distancia y, lo que es peor, el espectáculo al que estaba asistiendo la que todavía estaba con vida y esperaba su turno. Y todo ello realizado, no olvidemos, por alguien en quien ellas depositaban su confianza total, porque se trataba de “papá”, no de cualquier degenerado que las hubiera podido secuestrar.

El caso de la madre que degolló a su bebé de tres meses, al menos hasta el momento, no parece tener un móvil de venganza, sino que todos los indicios apuntan a una posible depresión grave postparto, por lo que lo dejaremos en eso hasta que se sepan más detalles. La operativa en todo caso fue parecida a la del hombre que cortó el cuello a sus hijas, primero intenta llevarse a sus dos hijos a su terreno, pero solo lo consigue con el bebé, ya que la falta de confianza y el instinto de su madre, abuela de los niños, las llevan a un forcejeo y a que al menos la niña de tres años se quede en casa, lo que le salvó la vida. Una vez con el bebé en su poder va a un cementerio, lo deposita en el altar de la capilla y le corta el cuello con un cuchillo, alegando posteriormente que ella tiene el demonio dentro.

En el caso de un hombre que mata a su exnovia y a la amiga, éste también necesita de una dinámica similar, que la víctima se encuentre en el terreno del asesino. La única diferencia es que aquí la amiga juega el papel de artista invitada, puesto que, por lo que se sabe, él únicamente esperaba que acudiera la que fuera su pareja, aunque esto no lo hizo cambiar de planes, lo cual no deja de sorprenderme, puesto que, por pura lógica criminal, lo suyo habría sido esperar a mejor ocasión. Este hecho, el que le diera igual dos que una, nos ha de retrotraer a los otros dos casos en los que, el episodio psicopatológico del momento, supera el uso de la inteligencia necesaria en un caso con evidencias de premeditación.


En las tres situaciones se da la circunstancia de la premeditación, los tres agresores llevaron a las víctimas a su terreno y hasta se proveyeron de las armas del crimen, o de los elementos necesarios para cumplir su propósito con la debida antelación, pero también se puede observar una tendencia indudable a la anomalía psíquica, si bien es en el segundo caso, el de la madre que se creía poseída, donde pueda parecer más evidente. Una persona que pretende matar a sus hijas menores por venganza hacia su exmujer tiene muchos medios a su alcance para evitar en lo posible el sufrimiento, sin embargo pareció disfrutar días antes con la preparación del crimen, cuando fue a una ferretería conocida a comprar la radial y bromeó con el dependiente sobre si sería eficaz cortando dedos y si se prestaba voluntario para probar su eficacia. A la madre que organizó una suerte de rito satánico no le habría costado mucho acabar con la vida del pequeño bebé rápidamente, pero optó por una formula mucho más terrible. Y al que planeó la muerte de su exnovia, y a falta de conocer cómo se efectuó, no le influyó la compañía sorpresiva de su amiga, ni le asaltaron remordimientos sabiendo que yacerían boca abajo bañadas en cal. Es decir, a la vista de las circunstancias, cabría iniciar un debate sobre la posible imputabilidad que produce en el sujeto la causa penal desprendida de sus acciones o, si bien, lo procedente sería entender la enajenación mental prolongada en el tiempo como concepto psicológico que no impide al individuo actuar de manera inteligente, pero que sí lo lleva a efectuar acciones compatibles con el desorden psiquiátrico. Y esto es importante porque corremos el riesgo de llenar las cárceles de personas que habrían de estar en instituciones psiquiátricas, sobre todo si tenemos en cuenta que el objetivo último de una pena carcelaria es la rehabilitación para la reinserción del penado en la sociedad, algo que resultaría imposible en el caso de que a quien se pretenda rehabilitar sea a alguien con unos patrones mentales diferenciados de la generalidad. A modo de anécdota traigo a colación la noticia falsa que ha tenido un gran recorrido viral, incluso en medios de comunicación, en la que se narra que un individuo ha asesinado a su amigo invisible. Por muy falsa y muy de risa que pueda resultar, hay algo que esta noticia nos transmite, y es que ya tomamos el hecho criminal como algo tan cotidiano que cualquiera que fuera la víctima la asumimos hasta que llegue la siguiente. Y si hay algo que concurre en todos los casos, tanto los meridianamente claros como los susceptibles de discusión, es que la pérfida sensación del mal lo inunda todo.

sábado, 8 de agosto de 2015

La delgada línea de la privacidad en una relación

Por María Rodríguez González-Moro

Siempre me pareció muy macabro eso de “Hasta que la muerte nos separe”, nunca pude dejar de pensar en el hecho imprescindible de que uno de los dos habría de morir en una pareja, anteponiendo esta realidad mortuoria a cualquier otra concepción de la imposibilidad vital de vivir en comunidad, sea cual sea la formula elegida para ello. Es decir, si se está bien con el respectivo, respectiva o neutro, vendría a ser lo mismo que si se está mal, porque aquí lo que cuenta es que la única que tiene poder de disolución es la de la guadaña. ¿Qué cosas, no?

La verdad, pensándolo bien, es que tampoco resultaba tan descabellada la imposición católica de ser separados solo por la muerte porque, habida cuenta de la cultura predominante, la cual en muchos casos perdura en nuestros días, cualquiera de los cónyuges podía acelerar el proceso dejándose llevar por los celos patológicos que llegó a generar semejante imposición de la convivencia. La frasecita “Si no eres para mí, no eres para nadie” ha dado también mucho juego a los amantes de broncas, insultos, bofetadas, puñetazos, puñaladas, disparos y todo tipo de artimañas relacionadas con ser separados por la muerte, lo que conlleva en muchos casos el efecto contrario, esto es, no morir físicamente pero sufrir una muerte en vida, que no se sabe qué es peor.

Las parejas de antes, llámense novios, matrimonios o amantes, disfrutaban sufriendo de lo que podríamos denominar “privacidad compartida”, casi una paradoja legal, pues todavía no está del todo claro si la privacidad en pareja es de cada uno de los que la conforman o, ineludiblemente, la privacidad de uno ha de ir unida a la del otro cuando los hechos objetos de dicha privacidad son realizados de mutuo acuerdo. Lo cierto es que, antes, era impensable que una mujer, o un hombre, pudiera recibir cartas de una persona de sexo contrario sin que la otra parte quisiera saber, por imperativo legal incluso, quién la enviaba y qué ponía. Es más, aunque no mediase documento escrito, cualquier desliz de simpatía no procedente hacia el sexo opuesto podía ser tomado como una afrenta al honor, de ahí que no hace tanto tiempo que la Justicia tuviera cierta mano ancha cuando el reo (casi siempre masculino), lo era por haber cometido una acción en vías de salvaguardar su honor, dándose casos tan incomprensibles en nuestros días como el ser simplemente desterrados de la ciudad por haber matado al amante agresor del sacramento matrimonial.

Pero las cosas han cambiado, y de qué manera. Ahora una pareja de dos puede tener intimidades individuales con mil almas diferentes, y me quedo corta, ya que el entorno virtual ha dado paso a toda una comunidad de bienes privativos en lo tocante a la vida personal de cada cual. Si antes nadie podía imaginar que uno de los cónyuges ocultase el contenido de una carta que ha sido vista por su pareja, ahora sucede todo lo contrario, lo inimaginable es que a alguien se le pase por la cabeza pedir las contraseñas de Email, Whatsapp, Facebook o cualquiera otra de las muchas posibilidades comunicativas actuales de las que cada pareja disfruta por separado. Y, si esto es así, es porque los conceptos sociales de la privacidad individual se han modificado dando un giro de 180º, por lo que cada miembro de la pareja habrá de emplearse a fondo, como toda la vida de Dios se ha hecho, para mantener la estabilidad conyugal, solo que ahora sin darle la más mínima importancia a que la persona que comparte cama con nosotros tenga que estar respondiendo mensajes incógnitos a no importa qué hora del día o la noche.
Si tomamos el tiempo de dar una vuelta, aunque sea rápida, por el Código Penal español, veremos que no solo es que esté penado descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, sino que en cierto modo el delito adquiere más gravedad si quien lo comete y difunde es el propio cónyuge, dado que se le supone una fidelidad prevalente a la rotura de la intimidad del otro. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el hecho de que el cónyuge, cuya intimidad ha sido vulnerada, fuera o no fiel a la presunta fidelidad prometida en el momento de ardor inicial de amor eterno con su ahora espía, y esto es así porque la infidelidad ya no se resuelve en los tribunales, ni siquiera en el campo del honor, si acaso en la barra de un bar tomando una copa tras otra para olvidar.

De cuando en cuando, llegan noticias de personas a las que se ha pillado espiando a su pareja, sin que ello tenga que ver con una presunta detección de infidelidad, sino simplemente como efecto neutralizador de la libertad propia existente del otro, es decir, personas que no terminan de asimilar lo de que cada uno es cada uno y cada cual puede hacer de su capa un sayo que han traído los nuevos tiempos. A estos pillados, o pilladas, para no caer en disfunciones de género, de partida se les detiene unas horas, no suele ser más, hasta que se les comunica que están acusados de vulnerar el 197, cosa que, al menos hasta que recaiga sentencia firme, lo que podría conllevar pena de prisión, no suele preocuparles mucho, porque su intención era enterarse de algo más importante para ellos que el bien que perjudicaban, en resumen, lo que querían saber era si les estaban poniendo los cuernos.

Llegados a este punto, al menos yo me pregunto dónde empieza la relación y dónde acaba la privacidad; dónde empieza la confianza y dónde acaban los celos; dónde empieza la intimidad y dónde acaban las sospechas. Una vez leí una frase que decía: “Si amas a alguien dale libertad, si tienes que acosarle lo más probable es que no fuera para ti”. Gran certeza, pero la realidad es muy diferente. Se instalan programas espías en los dispositivos electrónicos de las parejas para saber con quién o quiénes se escriben, se intercambian fotos o se llaman. Se utiliza después esa información, en la mayoría de los casos negligentemente, para acosar a la parte vigilada con ironías o preguntas que, antes o después, la llevarán a intuir que algo está pasando, porque no resulta normal que el acosador disponga de esa información. Esto me recuerda a Gila, el cómico, cuando en una de sus actuaciones se pasea por delante de un sospechoso de asesinato y dice, como disimulando: “Alguien ha matado a alguieeennn”.


Dejando de lado las bromas, e incluso la legislación vigente, lo que es público y notorio es que las relaciones interpersonales se están modificando de tal manera que pronto terminará resultando prácticamente imposible interactuar con una sola persona, cuando resulta que podemos optar por hacerlo con miles y de cualquier parte del planeta. El concepto del amor se verá irremediablemente modificado con el paso del tiempo, porque cada vez las comunicaciones serán mejores y más avanzadas, mientras que el amor privativo, y a estas alturas cuasi patológico por celotímico, habrá quedado sepultado entre papeles de divorcio o sentencias judiciales por delitos contra la intimidad. El ser humano no volverá a ser el que era, lo que por una parte no deja de ser una buena noticia, porque compartir el ser con otro, es ser medio ser propio sin llegar a ser medio ser del otro, ya que esa mitad que nos falta o la regalamos a nuestra pareja o nos la quita de todas formas. Evolucionaremos posiblemente hacia el “homo autonomus”, pero mientras eso llega, mientras somos diferentes de lo que estamos empezando a ser ahora, la delgada línea de la privacidad en una relación seguirá marcando inexorablemente el devenir de nuestras relaciones, nuestros sentimientos y nuestra propia existencia.

sábado, 18 de julio de 2015

¿Psiquiatra vejador o histeria colectiva?

Por María Rodríguez González-Moro

 Más de dos docenas de mujeres (por el momento) afirman que un psiquiatra sevillano, Javier Criado para más señas, ha abusado de ellas en su condición de pacientes. Esto no parece poca cosa, una mujer, incluso dos, puede que tengan un criterio diferente al del médico cuando de lo que hablamos es de valoraciones psíquicas inmateriales, pero es que tres ya son multitud, y dos docenas una odisea en el espacio.

Javier Criado Jr., sacerdote e hijo primogénito del acusado, manifiesta que él confía plenamente en su padre, por lo que éste ya parte con cierta ventaja al tener de su lado, aunque sea por vía consanguínea, al mediador de Dios, ya que será, en última instancia, quien dicte su sentencia en ese Juicio Final que espera a todo buen creyente como es el psiquiatra. Sin embargo, y a pesar de los condicionantes místicos que pudieran encerrarse en este caso, la realidad es que un buen número de pacientes, mujeres todas ellas, están empeñadas en demostrar que el psiquiatra abusó de ellas, en unos casos psicológicamente, en otros por vía sexual.

La mayoría de los mortales comunes que nos hemos enterado de este caso por la prensa, muchos de nosotros pacientes potenciales de un psiquiatra tal y como están las cosas, nos preguntamos cómo es posible que ninguna de estas mujeres se decidieran, durante años, a denunciar semejante galeno abuso de poder, pero es que resulta que, al parecer, dos de ellas sí lo hicieron diez años antes, consiguiendo la detención de este señor durante un mínimo espacio de tiempo legal, el suficiente como para que todo quedase en agua de borrajas. La intimidad es lo que tiene, una palabra contra la otra, y en este caso donde la mente desequilibrada buscaba cobijo en el saber hacer profesional, no resultaría difícil demostrar que se trataban de fantasías de diván, casi lo mismo que viene ocurriendo, desde la noche de los tiempos, con las alumnas y los profesores. Y ahora, enterradas ya aquellas denuncias y las denunciantes doblemente supuestamente agredidas, primero por el psiquiatra y después por la acción de la Justicia, ha tenido que ser la calentura literaria de una de las afectadas, a través de una red social (lo que no consiga Facebook…) la que ha servido de trampolín para que tantas, entre tantas, tomen la decisión de elevar la voz ante el muro infranqueable de la gran dignidad social del acusado.

La defensa de las acusadoras, sobre todo por evitar la prescripción de los hechos, mantiene que éstas no se decidieron antes a dar el paso porque se hacía necesaria la curación salvadora que les hiciera sabedoras del escarnio pseudoprofesional del señor Criado pero, me pregunto, ¿esa curación que las ilumina es debida a los esfuerzos profesionales del mismo psiquiatra al que ahora acusan? Si eso fuera así nos encontraríamos con una interesante paradoja filosófica, incluso jurídica diría yo, y es que la persona a la que acusas de haber abusado psicológicamente de ti es la misma a la que has de dar las gracias por curarte, dicho esto por supuesto con todas las precauciones posibles, puesto que carezco de la más mínima información necesaria para realizar semejante afirmación, y por supuesto refiriéndome solamente a aquellas que alertan de abusos psicológicos, porque los abusos sexuales son otra cosa.

Esta teoría de la acusación particular, sobre la necesidad de curación previa para enfrentarse de manera coherente a la acometida de medidas contra el abuso psicológico, no es nueva, hay un alto porcentaje de la magistratura que la defiende, principalmente porque de lo que se trata es de que el agredido sea capaz de dilucidar, en su fuero interno, si fue realmente agredido o esta sensación formaba parte del viaje a lo desconocido que significa toda dolencia psiquiátrica. Pero, al igual que una parte de la magistratura defiende esta teoría, hay otra, tal vez incluso más numerosa, que no la acepta, y esto es así porque dan por hecho que la persona de la que se está abusando, si es mayor de edad, debe ser consciente de ello, y por lo tanto con capacidad acusatoria. Así, si lo que se sostiene es que no hay prescripción en ningún caso porque hasta que las denunciantes no se han curado no han tenido el valor suficiente de dar el paso, el número de mujeres que verán de partida reivindicado su honor será numeroso, casi insultante. Pero si esto no fuera así, si los hechos se dan por prescritos, puede que tal vez alguna de las más recientes tenga algo de fortuna en el coladero judicial, pero ya sin el peso incuestionable de la abrumadora numerología de mujeres que se sienten abusadas.

En lo judicial, aunque la denuncia sea colectiva,  se irá viendo caso por caso para ver si alguno de ellos puede exigir del Código Penal una respuesta contundente, pero el debate se abre también en el campo de lo estrictamente científico, de lo ético y de lo personal. En lo científico, los que saben de esto tendrán que dar respuestas a si una persona que sufre una patología psiquiátrica, y que incluso puede andar por la cuerda floja del desequilibrio emocional, está en condiciones de afirmar si el médico que la está tratando abusa de ella psicológicamente o, por el contrario, puede sufrir una confusión que le haga creer que esto es así, habiendo de dilucidar al tiempo si este estado cognitivo podría llegar a invalidar su testimonio, bien por causas patológicas o bien por la enemistad manifiesta creada únicamente en la mente de la parte afectada y que ahora se magnifica por el estruendo atronador que provoca la pertenencia a un grupo de presión.

En lo ético nadie más que un comité médico apoyado en la deontología colegial podrá realizar una valoración de las prácticas del psiquiatra sevillano, pero ésta será siempre somera porque sus deducciones dependerán del hecho judicial y de las manifestaciones de las partes implicadas, lo que al haber ocurrido a puerta cerrada traerá no poca dificultad para el enjuiciamiento ético. Cosa diferente en este sentido es la visión ética popular que la sociedad, alentada por una prensa ávida de sangre fresca, ya ha dado por sentada, y más desde que una de las afectadas, tal vez la más mediática, hiciera pública una carta en la que daba su versión de los hechos, aunque cualquier lectura mínimamente seria de dicha carta no llevaría a ninguna parte, porque nada dice en ella, al menos desde un punto de vista de incriminación criminal.

Y por último el debate de lo personal, éste es el más complicado. Ciertamente las mujeres que afirman que el psiquiatra es un abusador son tantas que difícilmente nadie podría creer que eso no es así, y desde luego me pongo en el lugar de ellas, como persona, y entiendo el difícil camino recorrido para llegar hasta aquí, aunque también me apena que se haga tanto hincapié en los medios sobre el hecho de que sean muy conocidas porque pertenecen a prestigiosas familias de la ciudad, ostentan cargos de responsabilidad institucional o son esposas de políticos y empresarios. ¿Y esto de verdad importa? ¿Es que si fueran prostitutas, mujeres de bajos recursos o simplemente lo que se denomina como “mujeres normales”, no habría sido lo mismo?

Al mismo tiempo, no hay que olvidar que vivimos en un país en el que el Derecho todavía tiene cierta prevalencia, por lo que habremos de acordar que el psiquiatra, ya condenado socialmente de antemano, debería haber tenido inmaculado su derecho a la presunción de inocencia, y de hecho lo sigue teniendo en el ámbito judicial, pero no en el que verdaderamente cuenta, el de la sociedad civil. Si el proceso judicial adujera prescripción, falta de pruebas o defectos de forma y la instrucción se diera por archivada, el psiquiatra quedaría libre de culpa, pero hundido en la miseria, así somos.

Ser psiquiatra no debe ser fácil, a veces no soy capaz de comprenderme a mí misma, puedo imaginar lo que supone estar escuchando hora tras hora, día tras día, una letanía promovida por personas que han visto su vida desbarajustarse, cuando llegase la noche yo no sabría si voy o si vuelvo.


Por concluir, es a partir de ahora que se abre una puerta muy interesante para los detectives privados. Estos casos, todos ellos, son perseguibles a instancia de parte, por lo que tanto las supuestas víctimas como el acusado están en disposición de acumular pruebas para exponer su verdad, aunque sean las mujeres las que tengan la verdadera responsabilidad de contrastar todo lo que con tanta rotundidad atestiguan. Sería interesante saber finalmente, con pruebas y con meridiana claridad, si nos encontramos ante un psiquiatra vejador o un episodio de histeria colectiva, que también podría ser.

jueves, 18 de junio de 2015

El homicida sin animus necandi

Por María Rodríguez González-Moro

  Cuando ya el verano es casi una realidad no conviene tomarse las cosas muy a la tremenda, no sea que un golpe de cabreo aporte los mismos síntomas que un golpe de calor, de ahí que no quiera dejarme llevar por la revuelta mediática que supone la resaca acontecida tras las elecciones regionales y municipales, que no es más que la antesala de lo que nos espera con las generales, aunque espero que ni unas ni otras puedan con la tradicional siesta española.

Estos días andaba dando vueltas a una suerte de paradoja jurídica respecto del vuelo GWI9525, de la compañía Germanwings, que el copiloto Andreas Lubitz decidió estrellar contra una montaña. Según Brice Robin, fiscal de Marsella, el acto del copiloto se debió a un "deseo espontáneo de destruir el avión", y para que el caso hubiera sido considerado asesinato, "debía haber sido consciente de que quería matar", de ahí que ha declarado que el incidente es un caso de "homicidio involuntario", porque no cree que el copiloto Andreas Lubitz tuviera intención de matar a los pasajeros a la hora de estrellar el aparato. Y por si había alguna duda de orden ectoplasmático y mediúmnico, el fiscal no se ha planteado cambiar la calificación del delito porque el presunto autor de los homicidios está entre las víctimas y, por supuesto, aclara que "No se puede perseguir a una persona muerta".

Para que no quede ninguna duda, aclararé que este fiscal es el mismo que, en ruedas de prensa, confirma que las cajas negras demostraron que Lubitz manipuló los mandos del avión hasta estrellarlo, que incluso ensayó la forma de hacerlo en el trayecto previo, el mismo día, de Düsseldorf a Barcelona, que estuvo de baja hasta dos días antes de la catástrofe, ocultando a la compañía sus problemas de salud mental por miedo a perder su licencia y que los investigadores tienen pruebas de que Lubitz buscó en marzo, el mismo mes del siniestro, cianuro, valium sin receta y cócteles de barbitúricos con los que matarse.

Es decir, aquí lo que se plantea, dentro de la calificación de homicidio involuntario, es una versión surrealista del homicidio preterintencional, ese que surge cuando se causa la muerte a pesar de que no era esa la intención del causante. Y como todo el mundo sabe, cuando uno piensa en estrellar un avión de pasajeros contra una montaña con la intención de suicidarse, no tiene previsto que los pasajeros puedan morir, ni tiene ánimo de perjudicar a nadie, de ahí que la dificultad para demostrar el homicidio doloso resida en la ausencia de prueba de la voluntad homicida, dicho esto, por supuesto, con la mayor ironía posible, la cual me permite escribir sin ni siquiera esbozar una sonrisa por una cuestión de puro respeto a las víctimas.

Tengo clarísimo que, a pesar de haber un gran número de víctimas españolas entre los fallecidos, los juzgados competentes son los franceses por ser en su territorio donde se han producido los hechos, pero ello no impide traer a colación una conclusión de la Sala Segunda de nuestro Tribunal Supremo, de 3 de julio de 2006, en la que se define el animus necandi como el ánimo de matar con conocimiento y voluntad, y que en dicho ánimo de matar se comprenden generalmente tanto el dolo directo como el eventual, por lo que en el primer caso la acción tiene la intención de causar la muerte, y en el segundo esta acción, a pesar de que la intención no pueda ser afirmada, el autor es consciente del peligro concreto que crea su conducta para el bien jurídico protegido, y a pesar de ello continúa con la ejecución aceptando lo que ocurra o incluso dándole lo mismo lo que pase, la cuestión es que en ambos casos saber que existe un riesgo de muerte para otros no le impide llevar a efecto sus planes.

En este punto, dadas las circunstancias, tal vez convendría sacar a colación el hecho, ahora conocido, de que en los últimos cinco años el ínclito copiloto, según el fiscal, fue atendido, ni más ni menos, que por 41 médicos, supuestamente casi todos ellos relacionados con los asuntos de la mente. Cabría la posibilidad, por tanto, de ver esto como un caso de enajenación mental, bien fuera considerada de carácter continuado o transitoria, y ya nuestro Código Penal da a entender que estaríamos ante la pérdida de la propiedad del ser, y de ahí a la incapacidad de culpa y la inimputabilidad del sujeto penal. El Código Penal francés regula los supuestos de demencia y fuerza irresistible como los dos únicos supuestos de causas subjetivas de no responsabilidad, entendiendo por demencia toda forma de alienación mental que impida al individuo un control suficiente de sus actos, y siempre que ésta sea determinada por un informe medico.

Sin embargo, y a tenor de la calificación del delito a la que opta el fiscal marsellés, el copiloto es imputable, de ahí que lo acuse de homicidio involuntario siguiendo el precepto articulado en el Libro Segundo del Código Penal francés, Artículo 221-6, que define dicho homicidio involuntario como “El hecho de causar la muerte de otro por torpeza, imprudencia, descuido, negligencia o incumplimiento de una obligación de seguridad o de prudencia impuesta por la ley o los reglamentos”, descartando así el Artículo 221-3 en el que figura que “El homicidio cometido con premeditación constituye un asesinato”, e incluso el Artículo 224-6, que califica de secuestro El hecho de apoderarse o tomar el control con violencia o amenaza de violencia de una aeronave…”.

La verdad es que no parece fácil entender que a una persona que ha visitado 41 médicos en 5 años no se le estime la inimputabilidad por causas de enajenación mental, por cierto nomenclatura ésta que no suele gustar a los psiquiatras forenses, ya que el yo es un todo en el individuo y no se le puede enajenar, es decir, sigue siendo él. Por lo tanto, y por intentar aclararme, porque a estas alturas la enajenada mental soy yo por culpa del fiscal, el copiloto estaba como una cabra, con múltiples certificados médicos incluidos, o veterinarios, dependiendo si era cabra, cabra, o aspirante a cabra (y aquí vendría a cuento el humor negro, al estilo del concejal madrileño Zapata, para añadir que la cabra “tira al monte”). Pero a pesar de estar como una cabra, hasta el punto de querer suicidarse mientras pilotaba un avión lleno de pasajeros, no se le estima ni la demencia ni la fuerza irresistible para hacer lo que hizo, pero si la involuntariedad de querer matar, porque él no era consciente de querer matar ante su “deseo espontáneo de destruir el avión”. ¿Alguien entiende el jeroglífico fiscaliano?

Y, desde luego, si un día de estos pasos por Marsella, le voy a pedir a Monsieur Robin (como Robín de los bosques), que me explique qué diferencia habría entre perseguir a un muerto por homicidio doloso o por homicidio involuntario, porque excepto la carga de la condena, no se me ocurre otra diferencia, ya que el muerto está muerto igualmente, a no ser que ésta estribe en la responsabilidad civil subsidiaria derivada de su acción para la empresa. Y de paso le preguntaré también si haberlo declarado enajenado, con un largo historial médico, habría supuesto un problema mucho más grande para la empresa por dejación de funciones con resultado de muerte. Pero claro, de ninguna manera se me ocurriría pensar que la compañía aérea matriz ha podido influir en la decisión mediúmnica del fiscal, por muy importante que sea la empresa, que lo es.


En fin, me quedan muchas dudas sobre esto pero, de entre ellas, me quedo por lo exótica con la paradoja de que un homicida (tal vez un asesino), que ha preparado su acción al detalle, no tuviera el ánimo de matar. Interesante, muy interesante.

miércoles, 3 de junio de 2015

Meditaciones criminales sobre el fútbol

Por María Rodríguez González-Moro

 Debo reconocer, aun a riesgo de ser excomulgada, que el fútbol no se encuentra entre mis grandes pasiones, pero también he de reconocer que, por pura simbiosis informativa, estoy un poco al tanto de lo que se dice, aquí o allá, sobre sus muchas vicisitudes esféricas, y hasta estratosféricas.

Una persona debería ser considerada profundamente imbécil si no fuera consciente de las rebuscadas e infinitas manipulaciones en este deporte, elevado a la categoría de negocio de manipulación de masas, que ha levantado toda una industria mundial en base a jugar con sentimientos localistas, capaces de generar en sus aficionados una suerte de comunión espiritual con su club hasta el punto de representar algunos de los pilares básicos de sus vidas.

Pero mi pretensión, al menos en este artículo de estar por casa, no es analizar el concepto del fútbol, sino la evidente, y poco presunta, trama criminal tejida en torno al mismo y a escala planetaria. Asistir al desmantelamiento de una parte importante de la cúpula directiva de la Federación Internacional, acusada de soborno y fraude durante decenas de años, no es menos impactante que ver la triste, lamentable, esperada y debida dimisión de su omnipotente presidente, cuasi vitalicio, a pocos días de ser “reelegido” por un harén de estómagos agradecidos que, visto lo visto, ofrecen un comportamiento que se asemeja más al de cómplices necesarios que al de electores cualificados.

En los escritos jurídicos es fácil encontrar la frase “solo o en compañía de otros”, y esa compañía, a veces, puede ser tan amplia que se podría llegar a dudar de su propia estructura criminal por la dificultad de manejar y coordinar tanta complicidad secreta, ya que 209 asociaciones y federaciones afiliadas a la FIFA dan para mucho. Por supuesto que la presunción de inocencia es tan sagrada que incluso debería aplicarse a los directivos de las organizaciones futbolísticas, empezando por los detenidos y por los a detener, pero los indicios son tantos, a nivel popular, que la consecución de pruebas fehacientes no hace sino constatar que nos encontramos ante la figura de un delito continuado y consentido de alcance global. Y aún así, la debacle de querer limpiar debajo de las alfombras del fútbol trae, y traerá consigo, en el mejor de los casos, presentes y futuras guerras diplomáticas que mostrarán, tristemente, cómo algo tan simple como dar patadas a una pelota, que antes era de trapo, se convierte en un problema mucho más importante que otros muchos existentes y cuya comparación, simplemente, sería inaceptable si lo que queremos es seguir manteniendo una mínima escala de valores como seres humanos.


Al final lo que cuenta es que, gracias al escándalo FIFA, se ha descubierto la relación entre la prostitución y el balompié, y es que en ambos casos se puede verificar la existencia de mafias, proxenetas, clientes complacientes, prostitutas y autoridades corruptas y, por supuesto, todos ellos confluyen en lupanares desperdigados por el mundo, con o sin luces de colores, en los que la testosterona sirve para ganar dinero, mucho dinero. Si acaso, la diferencia es que los clientes de las prostitutas saben que pagan por un placer efímero, mientras que los clientes del fútbol se tragan toda la falsa estructura creada en unos colores, a veces considerados más importantes que los de la propia bandera patria, como es público y notorio. Tal vez lo único cierto del fútbol sea lo de echar la moneda a cara o cruz para elegir terreno, pero hasta eso deberíamos poner bajo sospecha, porque hay tanta cara en juego que lo mismo la moneda no tiene cruz.

jueves, 23 de abril de 2015

Mundo psicótico

Por María Rodríguez González-Moro  

Hay veces que determinadas situaciones requieren una ardua investigación para llegar a alguna conclusión plausible que determine, con cierto grado de veracidad, el hecho que las provoca, pero otras veces no se hace necesaria más investigación que la mera observación del entorno, incluso ni tan siquiera merece la pena hacerlo de manera detenida, basta con echar una ojeada a los titulares de prensa que, como la marea, traen noticias de todo tipo a la arena de la playa mundana.

Aún así, como quiera que una de las noticias que mandan en este momento es la del presunto brote psicótico de un niño de trece años que le ha llevado a cometer una barbaridad en su instituto pensé, mientras tomaba mi café con leche matinal, que tal vez podía experimentar el día que tenía por delante abriendo más los ojos, buscando pequeños detalles que me hicieran descubrir rastros de brotes psicóticos generalizados a los que, por estar habituados, no les damos el rango psiquiátrico que parece deberían tener.

Antes de salir eché una ojeada por la ventana para ver qué tal día hacía, en lo primero que me fijé, inevitablemente, fue en una persona con aspecto de árabe recalcitrante que aparcaba una furgoneta blanca encima de la acera en plena curva, dificultando la circulación, y se marchaba con paso rápido. Instantes después otra furgoneta, esta vez de la Policía Nacional, con al menos cinco miembros en su interior, hacía sus pinitos para conseguir pasar entre la furgoneta del posible árabe y los coches aparcados. Lo primero que vino a mi mente fue que el conductor de la furgoneta blanca podía ser un terrorista y que había dejado el vehículo aparcado en semejante lugar a sabiendas que la policía pasaría por allí en breves instantes. Evidentemente no fue así, porque la explosión no se produjo en ningún momento, y también porque el árabe resultó ser un repartidor de chucherías que estaba abasteciendo la tienda del chino que había debajo de mi casa. Por cierto que recuerdo haber leído en alguna parte que una de las fábricas que hacía esas chucherías estaba en Rumanía, con lo que en ese momento estaba asistiendo a la constatación empírica de la teoría de la globalización, tienda de chino, repartidor árabe, chucherías rumanas en un país del sur de Europa. Pero esa es otra historia, a lo que debía estar era a que, si de verdad creía que aquél hombre podía ser un terrorista, y al ver pasar la furgoneta de la Policía pensaba que podía haber una explosión, lo que tenía que haber hecho era, como mínimo, alejarme de la ventana y tirarme al suelo, ya que ese solo instante podía haber salvado mi vida. Sin embargo no lo hice, con lo cual me dio por recordar una información que busqué en Internet sobre brotes psicóticos en la que se decía que uno de los síntomas característicos de estos brotes son las creencias falsas por las que “el grado de convencimiento es tan alto que ningún razonamiento, por lógico que sea, es capaz de refutarlo”. ¿Estaría sufriendo un brote psicótico en primera persona al creer, aunque fuera de manera mínimamente temporal, que podía estar asistiendo desde mi ventana a la perpetración de un atentado? Pensando que estaba exagerando en mi autodiagnóstico corrí las cortinas, las de la ventana y las de mi mente, y me puse lo primero que pillé para salir porque la perra me recordaba con su ladridos que la capacidad de su vejiga no es infinita.

A los pocos minutos de estar en la calle me encontré a otro paseante con perro, conocido mío, con el que intercambié unos instantes de conversación mientras nuestros ahijados caninos se olfateaban. Enseguida noté que mi conocido recorría con algo de descaro buena parte de mi anatomía y que parecía detectar en mí cierta dejadez, pero no me iba a poner a explicarle que había salido rápidamente de casa sin maquillar, sin darme cuenta que la sudadera que llevaba era más conveniente para un recinto privado que para un lugar público y que, además, había olvidado ponerme el sujetador, ¡con razón me miraba! Y heme aquí de nuevo recordando que la apariencia descuidada también podía señalar que lo psicótico iba añadido a mi personalidad.

Compré el periódico antes de regresar a casa y ya, simplemente echando un vistazo a la portada, me podía hacer una idea de lo revuelto que andaba el patio. Un barco hundido que dejaba un saldo de cerca de un millar de inmigrantes muertos; un jefe mafioso etíope que campaba por sus respetos en Libia y con sustanciosas cuentas corrientes en Estados Unidos gracias a lo que le pagaban los inmigrantes por aspirar a la muerte en cascarones con forma de barco; diputados españoles que cobraban comisiones por asesorar a empresas de construcción públicas; un tipo con una trituradora industrial por la que pasaba a sus inquilinos; un niño jugando a Rambo desquiciado que mataba profesores; unos tipos que se habían montado un país de Nunca Jamás versión moruna al que llamaban Estado Islámico y que gustaban hacerse videos degollando personas, en este caso veintitantos cristianos; un pesquero ruso hundido que seguía soltando combustible desde las profundidades porque alguien había tomado la sabia y técnica decisión de alejarlo del lugar donde podría haberse controlado tanto el incendio como evitado el hundimiento; una compañía aérea de reconocido prestigio que no solo había ocultado datos referentes a la salud mental de su piloto kamikaze, sino también de buena parte de los que están en activo; un pobre desgraciado presidente de gobierno caribeño al que nadie le ha dicho que no se puede ir en chándal todo el rato y que imagina conspiraciones en cada esquina, además de las suyas; un Gobierno, el de mi país, que amenaza con romper relaciones diplomáticas con el del chándal sin tomar en consideración el daño que puede hacer a los españoles y empresas residentes en aquél país, y así hasta el infinito y más allá. El mundo está loco, pienso mientras mis ojos se centran en el botón de alarma del ascensor e imagino que debería haber también un botón similar en el mundo para pulsarlo cuando hubiera un fallo, aunque de ser así resultaría imposible vivir porque el timbre de la alarma estaría sonando insoportablemente a todas horas.

Cuando abro la puerta de casa un amigo me llama para consultarme, en mi calidad de criminóloga (bonito nombre para una profesión no reglada), qué puede hacer porque un grupo de niños, en el que también está su hijo, andan haciéndose arcos y flechas con los que liberar adrenalina contra objetivos no vivos, aunque confiesan que lo que les gustaría es hacerlo contra algunos de sus profesores que no entienden que, con la presión extrema de los deberes y los exámenes, no les queda tiempo para ser lo que deberían ser, esto es, niños.

Mientras atendía la llamada de mi amigo veo que la gata de mi hijo no para de dar saltos al aire en una esquina en la que no hay nada, al tiempo que mira al vacío con vehemencia y estira la pata intentando tocar algo invisible. Sin perder el hilo conductor de la llamada de mi interlocutor, pienso que la gata también debe estar un poco psicótica porque parece estar teniendo alucinaciones y viendo cosas que nadie puede ver. Sin embargo también pienso que la gata puede no estar psicótica, sino que su extraño comportamiento sea fruto de lo que algunos denominan videncia extrasensorial de estos animales, con lo que ahora la psicótica vuelvo a ser yo, no la gata, al pensar que puede haber fantasmas en mi casa. Menos mal que la perra me devuelve al camino de la normalidad, porque ésta, al ver a la gata que no paraba de saltar y maullar, se puso a ladrarle, signo autoritario éste que demostraba que si te sales de la norma siempre habrá quien te llame la atención.

Al constatar que la mañana avanzaba peligrosamente y que pronto los asuntos profesionales demandarían su parte alícuota de mi tiempo, quise organizar con antelación la preparación de la comida, por lo que miré en el frigorífico y en los armarios de la cocina para ver si tenía todos los ingredientes que más tarde iba a necesitar. Perfecto, me dije, lo tengo todo, hasta un frasco de pimientos del piquillo que ni recordaba que tenía. Pero cuando me dio por mirar la fecha de caducidad (buena costumbre recién adquirida a partir de la insistencia en salud alimentaria de otro amigo), me doy cuenta que los pimientos estaban tan caducados que incluso debían ser previos a la idea primigenia de aquellos agricultores navarros que hicieron que el nombre de Lodosa se relacionase directamente con los pimientos del piquillo. A pesar de saberlos caducados abrí el frasco y sentí su magnífico olor característico, pero me preguntaba a mí misma, en una suerte de brote psicótico culinario, si a pesar de oler bien no estarían echados a perder y podían llegar a envenenar a mi familia por no bajar a comprar otros.

Posteriormente, ya camino de lugares más públicos que mi casa, y convenientemente arreglada, esta vez por fuera y por dentro, me llama una amiga íntima para contarme que a un prominente de la criminología local le han concedido el honoris causa en una universidad extranjera, a pesar de que el referido individuo sería bueno para tomarlo como ejemplo en la confección del perfil criminológico del típico merodeador institucional que, en lugar de golpear con objetos contundentes, lo hace con su talonario abultado con los frutos provenientes de un pasado presuntamente delincuencial, al menos en la hemeroteca, y de un presente claramente sospechoso que le hacen poseedor de una personalidad delirante al llegarse a creer lo que en realidad no es, a pesar de que el peso de tanto título pudiera dar a entender lo contrario.

Mientras espero a ser atendida en una oficina recibo un whatsapp desesperado de otro amigo. Acaba de salir del cuartel de la Guardia Civil, ha ido a contarles que su mujer, inmigrante ella recién llegada, le amenaza constantemente con denunciarlo por violencia psicológica porque sus paisanas, también inmigrantes pero ya con la lección aprendida, le han asegurado que si lo hace le van a dar la tarjeta de residencia, una casa y un trabajo. Mi pobre amigo, víctima real de esta situación, no sabía qué hacer ante la respuesta tan benemérita como inútil del instituto armado: “Si ella denuncia, aunque sea por violencia psicológica, se pone en marcha el protocolo y nosotros mismos iremos a detenerle a usted”. Al tiempo, le invitaban a poner una denuncia contra ella, pero con la advertencia consejera de que no serviría absolutamente para nada si ella decidía denunciarlo a él. Cuando puse mis dedos sobre el teclado para contestarle no sabía qué escribir para no sentirme tan inútil como la Guardia Civil, porque la ley es la que es, y por salvaguardar a unas de los brotes psicóticos de unos cuantos se carga la presunción de inocencia de miles, dejándoles al pairo de los vaivenes y caprichos del carácter de tanta psicótica suelta.


A todo esto, se acercaba la hora del aperitivo y me encontré con otra buena amiga que me propuso ir a tomar una cerveza. Pensé que sería buena idea, tanto análisis sobre la mundología psicótica me había fatigado en extremo, y eso que no había transcurrido todavía ni la mitad de la jornada que había decidido dedicar al estudio de campo. Después de la primera cerveza vino otra, y como parecía que mi humor estaba cambiando a mejor, independientemente de si fuera por un desarreglo del comportamiento o por el suave efecto de las dos cervezas, acordé con mi amiga que debíamos continuar con un pequeño homenaje en forma de buena comida en un restaurante cercano. Puedo prometer, y prometo, que el Ribera del Duero me hizo llegar a la conclusión anticipada de mi estudio de que la Humanidad está muy mal y que los brotes psicóticos son más evidentes que los brotes verdes que anuncian todos los gobiernos en precampaña electoral. Eso sí, era la Humanidad la que estaba mal, porque yo, justo en ese momento, estaba muy bien y no iba a dejar que la psicopatía ambiental estropease el esfuerzo previo de unos aguerridos vinateros. 

martes, 7 de abril de 2015

Reflexión sobre un vaso medio lleno… o medio vacío

por María Rodríguez González-Moro

Alguien me preguntó porqué había puesto en la portada un vaso medio lleno o medio vacío, contesté ¿tú qué crees? Y su respuesta me sorprendió por lo evidente y previsible. Cuando vemos un vaso medio lleno es que somos optimistas y si lo vemos medio vacío somos pesimistas. No voy a entrar a valorar esta afirmación en profundidad, no creo que sea así. Si veo el vaso medio vacío es porque he vivido, he soñado, amado, reído y llorado; si lo veo medio lleno significa que voy a llenarlo de mil experiencias, de llantos, risas, amores…por lo tanto ¿donde está el pesimismo o el optimismo en un vaso medio lleno o medio vacío?

Elegí esta foto como perfil de mi blog porque un vaso medio vacío o medio lleno es una incógnita, no importa si es medio lleno o medio vacío, lo importante es saber qué contiene, porqué está medio vacío, dónde está el liquido que falta, quién lo ha vaciado o llenado y cuándo se vació o se llenó. Ese vaso contiene las cinco preguntas básicas a las que debe dar respuesta todo buen investigador.


La imagen de este vaso nos permite cuestionarnos todo, en una investigación no valen las respuestas sencillas, fáciles, debemos cuestionar todo lo que los demás dan por evidente, no debemos dar las cosas por supuestas. En este caso el vaso puede contener agua, ginebra o cualquier liquido transparente; puede ser que nuestro sujeto haya bebido en él, o lo haya llenado solo a medias, o esté buscando un hielo para tomarse una copa, incluso podemos dejar volar nuestra imaginación… Investiguemos todas las posibilidades sin cortapisas, consigamos las pruebas que sustenten nuestra hipótesis y adelante.

jueves, 19 de febrero de 2015

Mutilación genital femenina

por María Rodríguez González-Moro

  Recuerdo que la primera vez que oí hablar sobre la mutilación genital femenina, sobre la ablación, me impresionó. Me impresionó como las madres eran capaces de hacerle eso a sus hijas, como podían causarle tal sufrimiento, el mismo que ellas y sus madres y las madres de sus madres habían sufrido y no lo entendí, era más joven, más ignorante y más idealista que en la actualidad ( no mucho más), ahora desde luego que no lo comparto y lucho por su erradicación, pero intento entender a las  mujeres que sin acceso a la educación, con culturas diferentes, y sometidas al hombre, vean ciertas prácticas como naturales y necesarias para el bienestar de sus hijas. Cuando cursé Derecho este tema  no se estudiaba, era un rito que se practicaba en otras culturas, fue posteriormente, cuando estudié Criminología y a raíz del libro ”Amanecer en el desierto” de Waris Dirie, donde la modelo somalí relata su vivencia, el dolor de su madre, el de ella y su determinación de salir de ese infierno, cuando esta cuestión se convirtió en un tema de estudio para mí.

Suele haber un desconocimiento y unos prejuicios muy grandes sobre esta práctica y es importante conocerla para poder prevenirla y erradicarla. La ablación femenina consiste en alterar o dañar los órganos genitales femeninos por razones no médicas, existen varios grados según sea la amplitud de la extirpación, el tipo I es la denominada  circuncisión sunna; el tipo II es la clitoridectomia y el tercer tipo que es la más radical donde se cose y se deja solamente un pequeño orificio para el paso de la orina y el flujo menstrual, se denomina infibulación, en el cuarto tipo se incluye un amplio espectro de prácticas que se pueden adaptar a la definición.

La primera señal de ablación o mutilación genital femenina aparece en unas momias de hace unos 4000 años, encontradas en Egipto y desde allí esta práctica se fue extendiendo por el continente africano, este hallazgo demuestra que la mutilación genital femenina no es un mandato religioso, no aparece asociada a la  religión, pues en esos años no existían las religiones; en la actualidad en Egipto es practicada por los musulmanes y por los cristianos coptos, pero ni el cristianismo hace referencia a ella en ninguno de sus libros,  ni en el Corán, ni en los Igma, ni por las fatuas, ni en los ahadith es nombrada, aunque tradicionalmente y por puro desconocimiento ha venido asociada al Islam.  Entonces ¿cuál es la razón de esta práctica? Aparte de la ya nombrada razón religiosa,  para muchas culturas los órganos genitales de la mujer son sucios y antiestéticos, hay diversas tribus que piensan que en el clítoris habita un ser maligno o que el clítoris es la parte masculina y debe extirparse; en otros pueblos es un rito de iniciación de las niñas a la edad adulta que se suele acompañar con fiestas y celebraciones. Lo que verdaderamente refleja esta práctica es la desigualdad entre los sexos y una discriminación hacia la mujer violando sus derechos, su libertad, su salud, su integridad física y yo diría moral también. Con esta práctica se pretende controlar la sexualidad de la mujer, la virginidad de la mujer hasta el matrimonio es un bien preciado, la ablación garantiza la fidelidad e inhibe el deseo sexual, y en ciertas comunidades polígamas con esto se pretende que las demandas sexuales de la mujer no “agobien” al hombre y así poder satisfacer a todas las esposas.  Esta práctica extendida por los países africanos y de Oriente Medio también se da en algunos países de América latina y de Asia; a pesar de todos los esfuerzos realizados desde organizaciones gubernamentales internacionales para su erradicación no es suficiente, UNICEF  indica que más de 140 millones de mujeres y niñas han sido sometidas a algún tipo de mutilación genital y, de consolidarse esta tendencia, para 2030 se calcula que 86 millones más de mujeres y niñas serán sometidas a esta praxis. Las personas encargadas de realizar la mutilación genital femenina tradicionalmente han sido las mujeres del pueblo, pero se está comprobando cómo existe un aumento de las ablaciones realizadas por personal sanitario, razón por la que este año el Día Internacional de Tolerancia Cero contra la Mutilación Genital Femenina ha lanzado un mensaje para la “Movilización y la implicación del personal de salud para acelerar la eliminación de la mutilación genital femenina”.

A nivel mundial se han venido desarrollando políticas encaminadas a la erradicación de esta costumbre y España se ha unido a esta lucha. La mutilación de los órganos genitales femeninos está considerado como un trato inhumano y degradante y se recoge, junto a la tortura, en las prohibiciones del artículo 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos; la Convención de las Naciones Unidas para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer prevé que los estados adopten medidas adecuadas para eliminar toda clase de discriminación contra la mujer, incluso dictando leyes, o derogándolas. Pero todo esto no sirve para nada ante personas que no respetan nada ni a nadie como el Estado Islámico que entre los muchos de sus crímenes,  ha decretado que todas la mujeres entre los 11 y los 46 años de Mosul,  sean sometidas a la mutilación genital.¡¡¡Increíble!!!

En la actualidad debido a los flujos migratorios, personas de distintos continentes y culturas se mezclan, la multiculturalidad y el mantenimiento de la diversidad cultural no puede dejar paso a la admisión de prácticas que vulneren los derechos humanos, en este  caso de las mujeres y las niñas. En España se detectaron casos de niñas que habían sufrido la ablación, los padres iban a sus países en vacaciones y allí se cometía el crimen; la legislación española sensible a esa situación introduce, mediante la Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros, en el Código Penal, en el artículo 149,2, el delito de mutilación genital femenina, que se castiga con la pena de prisión de 6 a 12 años, y si la victima fuera menor de edad la pena de  inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad, si el juez así lo considera oportuno en interés de la menor; con esta medida se intenta proteger a la victima que en la mayoría de los casos es una menor obligada por sus padres o familiares a someterse a esta práctica. El problema surge cuando los hechos se producen fuera del territorio español, el principio de territorialidad de las leyes españoles impedirían su castigo,  por lo que fue necesario ampliar su eficacia en virtud de los principios de justicia universal, en este sentido la Ley Orgánica del Poder Judicial,  en la reforma de 2005, incluye en el principio de justicia universal el delito de mutilación genital femenina y se introduce un nuevo párrafo ( g) al artículo 23 apartado 4, que permite la persecución de los responsables de la mutilación genital femenina que se encuentren en España, aunque se haya cometido fuera de nuestras fronteras. Esto es muy positivo pero no está exento de dificultades para probar la autoría, se alude en muchos casos que han sido los abuelos residentes en el país de origen y sin permiso de los padres, aunque ya se están dando casos de condena por esta práctica, los primeros fueron una pareja de Gambia en 2011.

 No soy nada defensora de utilizar el Derecho Penal para educar, en muchos casos es preferible unas buenas políticas públicas de educación y de sensibilización que erradiquen ciertos comportamientos  que usar el derecho penal para reprimirlos. En esta ocasión, aunque considero que el derecho penal es un instrumento valioso para erradicar esta práctica, y para erradicar la violencia contra la mujer en general, hay que arbitrar otras medidas ( recuerdo que en el juicio de los padres gambianos estos alegaban desconocimiento y sorpresa al conocer que esta práctica era delito), medidas basadas en la educación, en destinar más recursos a sensibilizar a la población inmigrante de los problemas que conlleva esta costumbre, a implementar programas sociales y culturales dirigidos a la defensa de la igualdad de los derechos humanos de las mujeres y así acabar con las mutilaciones genitales femeninas, que no son otra cosa que una manifestación de la violencia de género.

Debemos tener claro que  la ablación, aún siendo una práctica ancestral, no debe ser mantenida en el tiempo, es un ejemplo claro de discriminación hacia la mujer, y de violencia de género, fiel reflejo de una sociedad patriarcal y machista que debe desaparecer.