jueves, 23 de abril de 2015

Mundo psicótico

Por María Rodríguez González-Moro  

Hay veces que determinadas situaciones requieren una ardua investigación para llegar a alguna conclusión plausible que determine, con cierto grado de veracidad, el hecho que las provoca, pero otras veces no se hace necesaria más investigación que la mera observación del entorno, incluso ni tan siquiera merece la pena hacerlo de manera detenida, basta con echar una ojeada a los titulares de prensa que, como la marea, traen noticias de todo tipo a la arena de la playa mundana.

Aún así, como quiera que una de las noticias que mandan en este momento es la del presunto brote psicótico de un niño de trece años que le ha llevado a cometer una barbaridad en su instituto pensé, mientras tomaba mi café con leche matinal, que tal vez podía experimentar el día que tenía por delante abriendo más los ojos, buscando pequeños detalles que me hicieran descubrir rastros de brotes psicóticos generalizados a los que, por estar habituados, no les damos el rango psiquiátrico que parece deberían tener.

Antes de salir eché una ojeada por la ventana para ver qué tal día hacía, en lo primero que me fijé, inevitablemente, fue en una persona con aspecto de árabe recalcitrante que aparcaba una furgoneta blanca encima de la acera en plena curva, dificultando la circulación, y se marchaba con paso rápido. Instantes después otra furgoneta, esta vez de la Policía Nacional, con al menos cinco miembros en su interior, hacía sus pinitos para conseguir pasar entre la furgoneta del posible árabe y los coches aparcados. Lo primero que vino a mi mente fue que el conductor de la furgoneta blanca podía ser un terrorista y que había dejado el vehículo aparcado en semejante lugar a sabiendas que la policía pasaría por allí en breves instantes. Evidentemente no fue así, porque la explosión no se produjo en ningún momento, y también porque el árabe resultó ser un repartidor de chucherías que estaba abasteciendo la tienda del chino que había debajo de mi casa. Por cierto que recuerdo haber leído en alguna parte que una de las fábricas que hacía esas chucherías estaba en Rumanía, con lo que en ese momento estaba asistiendo a la constatación empírica de la teoría de la globalización, tienda de chino, repartidor árabe, chucherías rumanas en un país del sur de Europa. Pero esa es otra historia, a lo que debía estar era a que, si de verdad creía que aquél hombre podía ser un terrorista, y al ver pasar la furgoneta de la Policía pensaba que podía haber una explosión, lo que tenía que haber hecho era, como mínimo, alejarme de la ventana y tirarme al suelo, ya que ese solo instante podía haber salvado mi vida. Sin embargo no lo hice, con lo cual me dio por recordar una información que busqué en Internet sobre brotes psicóticos en la que se decía que uno de los síntomas característicos de estos brotes son las creencias falsas por las que “el grado de convencimiento es tan alto que ningún razonamiento, por lógico que sea, es capaz de refutarlo”. ¿Estaría sufriendo un brote psicótico en primera persona al creer, aunque fuera de manera mínimamente temporal, que podía estar asistiendo desde mi ventana a la perpetración de un atentado? Pensando que estaba exagerando en mi autodiagnóstico corrí las cortinas, las de la ventana y las de mi mente, y me puse lo primero que pillé para salir porque la perra me recordaba con su ladridos que la capacidad de su vejiga no es infinita.

A los pocos minutos de estar en la calle me encontré a otro paseante con perro, conocido mío, con el que intercambié unos instantes de conversación mientras nuestros ahijados caninos se olfateaban. Enseguida noté que mi conocido recorría con algo de descaro buena parte de mi anatomía y que parecía detectar en mí cierta dejadez, pero no me iba a poner a explicarle que había salido rápidamente de casa sin maquillar, sin darme cuenta que la sudadera que llevaba era más conveniente para un recinto privado que para un lugar público y que, además, había olvidado ponerme el sujetador, ¡con razón me miraba! Y heme aquí de nuevo recordando que la apariencia descuidada también podía señalar que lo psicótico iba añadido a mi personalidad.

Compré el periódico antes de regresar a casa y ya, simplemente echando un vistazo a la portada, me podía hacer una idea de lo revuelto que andaba el patio. Un barco hundido que dejaba un saldo de cerca de un millar de inmigrantes muertos; un jefe mafioso etíope que campaba por sus respetos en Libia y con sustanciosas cuentas corrientes en Estados Unidos gracias a lo que le pagaban los inmigrantes por aspirar a la muerte en cascarones con forma de barco; diputados españoles que cobraban comisiones por asesorar a empresas de construcción públicas; un tipo con una trituradora industrial por la que pasaba a sus inquilinos; un niño jugando a Rambo desquiciado que mataba profesores; unos tipos que se habían montado un país de Nunca Jamás versión moruna al que llamaban Estado Islámico y que gustaban hacerse videos degollando personas, en este caso veintitantos cristianos; un pesquero ruso hundido que seguía soltando combustible desde las profundidades porque alguien había tomado la sabia y técnica decisión de alejarlo del lugar donde podría haberse controlado tanto el incendio como evitado el hundimiento; una compañía aérea de reconocido prestigio que no solo había ocultado datos referentes a la salud mental de su piloto kamikaze, sino también de buena parte de los que están en activo; un pobre desgraciado presidente de gobierno caribeño al que nadie le ha dicho que no se puede ir en chándal todo el rato y que imagina conspiraciones en cada esquina, además de las suyas; un Gobierno, el de mi país, que amenaza con romper relaciones diplomáticas con el del chándal sin tomar en consideración el daño que puede hacer a los españoles y empresas residentes en aquél país, y así hasta el infinito y más allá. El mundo está loco, pienso mientras mis ojos se centran en el botón de alarma del ascensor e imagino que debería haber también un botón similar en el mundo para pulsarlo cuando hubiera un fallo, aunque de ser así resultaría imposible vivir porque el timbre de la alarma estaría sonando insoportablemente a todas horas.

Cuando abro la puerta de casa un amigo me llama para consultarme, en mi calidad de criminóloga (bonito nombre para una profesión no reglada), qué puede hacer porque un grupo de niños, en el que también está su hijo, andan haciéndose arcos y flechas con los que liberar adrenalina contra objetivos no vivos, aunque confiesan que lo que les gustaría es hacerlo contra algunos de sus profesores que no entienden que, con la presión extrema de los deberes y los exámenes, no les queda tiempo para ser lo que deberían ser, esto es, niños.

Mientras atendía la llamada de mi amigo veo que la gata de mi hijo no para de dar saltos al aire en una esquina en la que no hay nada, al tiempo que mira al vacío con vehemencia y estira la pata intentando tocar algo invisible. Sin perder el hilo conductor de la llamada de mi interlocutor, pienso que la gata también debe estar un poco psicótica porque parece estar teniendo alucinaciones y viendo cosas que nadie puede ver. Sin embargo también pienso que la gata puede no estar psicótica, sino que su extraño comportamiento sea fruto de lo que algunos denominan videncia extrasensorial de estos animales, con lo que ahora la psicótica vuelvo a ser yo, no la gata, al pensar que puede haber fantasmas en mi casa. Menos mal que la perra me devuelve al camino de la normalidad, porque ésta, al ver a la gata que no paraba de saltar y maullar, se puso a ladrarle, signo autoritario éste que demostraba que si te sales de la norma siempre habrá quien te llame la atención.

Al constatar que la mañana avanzaba peligrosamente y que pronto los asuntos profesionales demandarían su parte alícuota de mi tiempo, quise organizar con antelación la preparación de la comida, por lo que miré en el frigorífico y en los armarios de la cocina para ver si tenía todos los ingredientes que más tarde iba a necesitar. Perfecto, me dije, lo tengo todo, hasta un frasco de pimientos del piquillo que ni recordaba que tenía. Pero cuando me dio por mirar la fecha de caducidad (buena costumbre recién adquirida a partir de la insistencia en salud alimentaria de otro amigo), me doy cuenta que los pimientos estaban tan caducados que incluso debían ser previos a la idea primigenia de aquellos agricultores navarros que hicieron que el nombre de Lodosa se relacionase directamente con los pimientos del piquillo. A pesar de saberlos caducados abrí el frasco y sentí su magnífico olor característico, pero me preguntaba a mí misma, en una suerte de brote psicótico culinario, si a pesar de oler bien no estarían echados a perder y podían llegar a envenenar a mi familia por no bajar a comprar otros.

Posteriormente, ya camino de lugares más públicos que mi casa, y convenientemente arreglada, esta vez por fuera y por dentro, me llama una amiga íntima para contarme que a un prominente de la criminología local le han concedido el honoris causa en una universidad extranjera, a pesar de que el referido individuo sería bueno para tomarlo como ejemplo en la confección del perfil criminológico del típico merodeador institucional que, en lugar de golpear con objetos contundentes, lo hace con su talonario abultado con los frutos provenientes de un pasado presuntamente delincuencial, al menos en la hemeroteca, y de un presente claramente sospechoso que le hacen poseedor de una personalidad delirante al llegarse a creer lo que en realidad no es, a pesar de que el peso de tanto título pudiera dar a entender lo contrario.

Mientras espero a ser atendida en una oficina recibo un whatsapp desesperado de otro amigo. Acaba de salir del cuartel de la Guardia Civil, ha ido a contarles que su mujer, inmigrante ella recién llegada, le amenaza constantemente con denunciarlo por violencia psicológica porque sus paisanas, también inmigrantes pero ya con la lección aprendida, le han asegurado que si lo hace le van a dar la tarjeta de residencia, una casa y un trabajo. Mi pobre amigo, víctima real de esta situación, no sabía qué hacer ante la respuesta tan benemérita como inútil del instituto armado: “Si ella denuncia, aunque sea por violencia psicológica, se pone en marcha el protocolo y nosotros mismos iremos a detenerle a usted”. Al tiempo, le invitaban a poner una denuncia contra ella, pero con la advertencia consejera de que no serviría absolutamente para nada si ella decidía denunciarlo a él. Cuando puse mis dedos sobre el teclado para contestarle no sabía qué escribir para no sentirme tan inútil como la Guardia Civil, porque la ley es la que es, y por salvaguardar a unas de los brotes psicóticos de unos cuantos se carga la presunción de inocencia de miles, dejándoles al pairo de los vaivenes y caprichos del carácter de tanta psicótica suelta.


A todo esto, se acercaba la hora del aperitivo y me encontré con otra buena amiga que me propuso ir a tomar una cerveza. Pensé que sería buena idea, tanto análisis sobre la mundología psicótica me había fatigado en extremo, y eso que no había transcurrido todavía ni la mitad de la jornada que había decidido dedicar al estudio de campo. Después de la primera cerveza vino otra, y como parecía que mi humor estaba cambiando a mejor, independientemente de si fuera por un desarreglo del comportamiento o por el suave efecto de las dos cervezas, acordé con mi amiga que debíamos continuar con un pequeño homenaje en forma de buena comida en un restaurante cercano. Puedo prometer, y prometo, que el Ribera del Duero me hizo llegar a la conclusión anticipada de mi estudio de que la Humanidad está muy mal y que los brotes psicóticos son más evidentes que los brotes verdes que anuncian todos los gobiernos en precampaña electoral. Eso sí, era la Humanidad la que estaba mal, porque yo, justo en ese momento, estaba muy bien y no iba a dejar que la psicopatía ambiental estropease el esfuerzo previo de unos aguerridos vinateros. 

martes, 7 de abril de 2015

Reflexión sobre un vaso medio lleno… o medio vacío

por María Rodríguez González-Moro

Alguien me preguntó porqué había puesto en la portada un vaso medio lleno o medio vacío, contesté ¿tú qué crees? Y su respuesta me sorprendió por lo evidente y previsible. Cuando vemos un vaso medio lleno es que somos optimistas y si lo vemos medio vacío somos pesimistas. No voy a entrar a valorar esta afirmación en profundidad, no creo que sea así. Si veo el vaso medio vacío es porque he vivido, he soñado, amado, reído y llorado; si lo veo medio lleno significa que voy a llenarlo de mil experiencias, de llantos, risas, amores…por lo tanto ¿donde está el pesimismo o el optimismo en un vaso medio lleno o medio vacío?

Elegí esta foto como perfil de mi blog porque un vaso medio vacío o medio lleno es una incógnita, no importa si es medio lleno o medio vacío, lo importante es saber qué contiene, porqué está medio vacío, dónde está el liquido que falta, quién lo ha vaciado o llenado y cuándo se vació o se llenó. Ese vaso contiene las cinco preguntas básicas a las que debe dar respuesta todo buen investigador.


La imagen de este vaso nos permite cuestionarnos todo, en una investigación no valen las respuestas sencillas, fáciles, debemos cuestionar todo lo que los demás dan por evidente, no debemos dar las cosas por supuestas. En este caso el vaso puede contener agua, ginebra o cualquier liquido transparente; puede ser que nuestro sujeto haya bebido en él, o lo haya llenado solo a medias, o esté buscando un hielo para tomarse una copa, incluso podemos dejar volar nuestra imaginación… Investiguemos todas las posibilidades sin cortapisas, consigamos las pruebas que sustenten nuestra hipótesis y adelante.