Por María Rodríguez González-Moro
Hay veces que determinadas
situaciones requieren una ardua investigación para llegar a alguna conclusión
plausible que determine, con cierto grado de veracidad, el hecho que las
provoca, pero otras veces no se hace necesaria más investigación que la mera
observación del entorno, incluso ni tan siquiera merece la pena hacerlo de
manera detenida, basta con echar una ojeada a los titulares de prensa que, como
la marea, traen noticias de todo tipo a la arena de la playa mundana.
Aún así, como quiera que una de
las noticias que mandan en este momento es la del presunto brote psicótico de
un niño de trece años que le ha llevado a cometer una barbaridad en su
instituto pensé, mientras tomaba mi café con leche matinal, que tal vez podía
experimentar el día que tenía por delante abriendo más los ojos, buscando
pequeños detalles que me hicieran descubrir rastros de brotes psicóticos
generalizados a los que, por estar habituados, no les damos el rango
psiquiátrico que parece deberían tener.
Antes de salir eché una ojeada
por la ventana para ver qué tal día hacía, en lo primero que me fijé,
inevitablemente, fue en una persona con aspecto de árabe recalcitrante que
aparcaba una furgoneta blanca encima de la acera en plena curva, dificultando
la circulación, y se marchaba con paso rápido. Instantes después otra
furgoneta, esta vez de la Policía Nacional ,
con al menos cinco miembros en su interior, hacía sus pinitos para conseguir
pasar entre la furgoneta del posible árabe y los coches aparcados. Lo primero
que vino a mi mente fue que el conductor de la furgoneta blanca podía ser un
terrorista y que había dejado el vehículo aparcado en semejante lugar a
sabiendas que la policía pasaría por allí en breves instantes. Evidentemente no
fue así, porque la explosión no se produjo en ningún momento, y también porque
el árabe resultó ser un repartidor de chucherías que estaba abasteciendo la
tienda del chino que había debajo de mi casa. Por cierto que recuerdo haber
leído en alguna parte que una de las fábricas que hacía esas chucherías estaba
en Rumanía, con lo que en ese momento estaba asistiendo a la constatación
empírica de la teoría de la globalización, tienda de chino, repartidor árabe,
chucherías rumanas en un país del sur de Europa. Pero esa es otra historia, a
lo que debía estar era a que, si de verdad creía que aquél hombre podía ser un
terrorista, y al ver pasar la furgoneta de la Policía pensaba que podía
haber una explosión, lo que tenía que haber hecho era, como mínimo, alejarme de
la ventana y tirarme al suelo, ya que ese solo instante podía haber salvado mi
vida. Sin embargo no lo hice, con lo cual me dio por recordar una información
que busqué en Internet sobre brotes psicóticos en la que se decía que uno de
los síntomas característicos de estos brotes son las creencias falsas por las
que “el grado de convencimiento es tan alto que ningún razonamiento, por lógico
que sea, es capaz de refutarlo”. ¿Estaría sufriendo un brote psicótico en
primera persona al creer, aunque fuera de manera mínimamente temporal, que
podía estar asistiendo desde mi ventana a la perpetración de un atentado?
Pensando que estaba exagerando en mi autodiagnóstico corrí las cortinas, las de
la ventana y las de mi mente, y me puse lo primero que pillé para salir porque
la perra me recordaba con su ladridos que la capacidad de su vejiga no es
infinita.
A los pocos minutos de estar en
la calle me encontré a otro paseante con perro, conocido mío, con el que
intercambié unos instantes de conversación mientras nuestros ahijados caninos
se olfateaban. Enseguida noté que mi conocido recorría con algo de descaro
buena parte de mi anatomía y que parecía detectar en mí cierta dejadez, pero no
me iba a poner a explicarle que había salido rápidamente de casa sin maquillar,
sin darme cuenta que la sudadera que llevaba era más conveniente para un
recinto privado que para un lugar público y que, además, había olvidado ponerme
el sujetador, ¡con razón me miraba! Y heme aquí de nuevo recordando que la
apariencia descuidada también podía señalar que lo psicótico iba añadido a mi
personalidad.
Compré el periódico antes de
regresar a casa y ya, simplemente echando un vistazo a la portada, me podía
hacer una idea de lo revuelto que andaba el patio. Un barco hundido que dejaba
un saldo de cerca de un millar de inmigrantes muertos; un jefe mafioso etíope
que campaba por sus respetos en Libia y con sustanciosas cuentas corrientes en
Estados Unidos gracias a lo que le pagaban los inmigrantes por aspirar a la
muerte en cascarones con forma de barco; diputados españoles que cobraban
comisiones por asesorar a empresas de construcción públicas; un tipo con una
trituradora industrial por la que pasaba a sus inquilinos; un niño jugando a
Rambo desquiciado que mataba profesores; unos tipos que se habían montado un
país de Nunca Jamás versión moruna al que llamaban Estado Islámico y que
gustaban hacerse videos degollando personas, en este caso veintitantos
cristianos; un pesquero ruso hundido que seguía soltando combustible desde las
profundidades porque alguien había tomado la sabia y técnica decisión de
alejarlo del lugar donde podría haberse controlado tanto el incendio como
evitado el hundimiento; una compañía aérea de reconocido prestigio que no solo
había ocultado datos referentes a la salud mental de su piloto kamikaze, sino
también de buena parte de los que están en activo; un pobre desgraciado
presidente de gobierno caribeño al que nadie le ha dicho que no se puede ir en
chándal todo el rato y que imagina conspiraciones en cada esquina, además de
las suyas; un Gobierno, el de mi país, que amenaza con romper relaciones
diplomáticas con el del chándal sin tomar en consideración el daño que puede
hacer a los españoles y empresas residentes en aquél país, y así hasta el
infinito y más allá. El mundo está loco, pienso mientras mis ojos se centran en
el botón de alarma del ascensor e imagino que debería haber también un botón
similar en el mundo para pulsarlo cuando hubiera un fallo, aunque de ser así
resultaría imposible vivir porque el timbre de la alarma estaría sonando
insoportablemente a todas horas.
Cuando abro la puerta de casa un
amigo me llama para consultarme, en mi calidad de criminóloga (bonito nombre
para una profesión no reglada), qué puede hacer porque un grupo de niños, en el
que también está su hijo, andan haciéndose arcos y flechas con los que liberar
adrenalina contra objetivos no vivos, aunque confiesan que lo que les gustaría
es hacerlo contra algunos de sus profesores que no entienden que, con la
presión extrema de los deberes y los exámenes, no les queda tiempo para ser lo
que deberían ser, esto es, niños.
Mientras atendía la llamada de mi
amigo veo que la gata de mi hijo no para de dar saltos al aire en una esquina
en la que no hay nada, al tiempo que mira al vacío con vehemencia y estira la
pata intentando tocar algo invisible. Sin perder el hilo conductor de la
llamada de mi interlocutor, pienso que la gata también debe estar un poco
psicótica porque parece estar teniendo alucinaciones y viendo cosas que nadie
puede ver. Sin embargo también pienso que la gata puede no estar psicótica,
sino que su extraño comportamiento sea fruto de lo que algunos denominan
videncia extrasensorial de estos animales, con lo que ahora la psicótica vuelvo
a ser yo, no la gata, al pensar que puede haber fantasmas en mi casa. Menos mal
que la perra me devuelve al camino de la normalidad, porque ésta, al ver a la
gata que no paraba de saltar y maullar, se puso a ladrarle, signo autoritario
éste que demostraba que si te sales de la norma siempre habrá quien te llame la
atención.
Al constatar que la mañana
avanzaba peligrosamente y que pronto los asuntos profesionales demandarían su
parte alícuota de mi tiempo, quise organizar con antelación la preparación de
la comida, por lo que miré en el frigorífico y en los armarios de la cocina
para ver si tenía todos los ingredientes que más tarde iba a necesitar.
Perfecto, me dije, lo tengo todo, hasta un frasco de pimientos del piquillo que
ni recordaba que tenía. Pero cuando me dio por mirar la fecha de caducidad
(buena costumbre recién adquirida a partir de la insistencia en salud
alimentaria de otro amigo), me doy cuenta que los pimientos estaban tan
caducados que incluso debían ser previos a la idea primigenia de aquellos
agricultores navarros que hicieron que el nombre de Lodosa se relacionase
directamente con los pimientos del piquillo. A pesar de saberlos caducados abrí
el frasco y sentí su magnífico olor característico, pero me preguntaba a mí
misma, en una suerte de brote psicótico culinario, si a pesar de oler bien no
estarían echados a perder y podían llegar a envenenar a mi familia por no bajar
a comprar otros.
Posteriormente, ya camino de
lugares más públicos que mi casa, y convenientemente arreglada, esta vez por
fuera y por dentro, me llama una amiga íntima para contarme que a un prominente
de la criminología local le han concedido el honoris causa en una universidad
extranjera, a pesar de que el referido individuo sería bueno para tomarlo como
ejemplo en la confección del perfil criminológico del típico merodeador
institucional que, en lugar de golpear con objetos contundentes, lo hace con su
talonario abultado con los frutos provenientes de un pasado presuntamente
delincuencial, al menos en la hemeroteca, y de un presente claramente sospechoso
que le hacen poseedor de una personalidad delirante al llegarse a creer lo que
en realidad no es, a pesar de que el peso de tanto título pudiera dar a
entender lo contrario.
Mientras espero a ser atendida en
una oficina recibo un whatsapp desesperado de otro amigo. Acaba de salir del
cuartel de la Guardia Civil ,
ha ido a contarles que su mujer, inmigrante ella recién llegada, le amenaza
constantemente con denunciarlo por violencia psicológica porque sus paisanas,
también inmigrantes pero ya con la lección aprendida, le han asegurado que si
lo hace le van a dar la tarjeta de residencia, una casa y un trabajo. Mi pobre
amigo, víctima real de esta situación, no sabía qué hacer ante la respuesta tan
benemérita como inútil del instituto armado: “Si ella denuncia, aunque sea por
violencia psicológica, se pone en marcha el protocolo y nosotros mismos iremos
a detenerle a usted”. Al tiempo, le invitaban a poner una denuncia contra ella,
pero con la advertencia consejera de que no serviría absolutamente para nada si
ella decidía denunciarlo a él. Cuando puse mis dedos sobre el teclado para
contestarle no sabía qué escribir para no sentirme tan inútil como la Guardia Civil , porque la ley es
la que es, y por salvaguardar a unas de los brotes psicóticos de unos cuantos
se carga la presunción de inocencia de miles, dejándoles al pairo de los
vaivenes y caprichos del carácter de tanta psicótica suelta.
A todo esto, se acercaba la hora
del aperitivo y me encontré con otra buena amiga que me propuso ir a tomar una
cerveza. Pensé que sería buena idea, tanto análisis sobre la mundología
psicótica me había fatigado en extremo, y eso que no había transcurrido todavía
ni la mitad de la jornada que había decidido dedicar al estudio de campo.
Después de la primera cerveza vino otra, y como parecía que mi humor estaba
cambiando a mejor, independientemente de si fuera por un desarreglo del
comportamiento o por el suave efecto de las dos cervezas, acordé con mi amiga
que debíamos continuar con un pequeño homenaje en forma de buena comida en un
restaurante cercano. Puedo prometer, y prometo, que el Ribera del Duero me hizo
llegar a la conclusión anticipada de mi estudio de que la Humanidad está muy mal y
que los brotes psicóticos son más evidentes que los brotes verdes que anuncian
todos los gobiernos en precampaña electoral. Eso sí, era la Humanidad la que estaba
mal, porque yo, justo en ese momento, estaba muy bien y no iba a dejar que la
psicopatía ambiental estropease el esfuerzo previo de unos aguerridos
vinateros.