Por María Rodríguez González-Moro
Cuando ya el verano es casi una
realidad no conviene tomarse las cosas muy a la tremenda, no sea que un golpe
de cabreo aporte los mismos síntomas que un golpe de calor, de ahí que no
quiera dejarme llevar por la revuelta mediática que supone la resaca acontecida
tras las elecciones regionales y municipales, que no es más que la antesala de
lo que nos espera con las generales, aunque espero que ni unas ni otras puedan
con la tradicional siesta española.
Estos días andaba dando vueltas a
una suerte de paradoja jurídica respecto del vuelo GWI9525, de la compañía
Germanwings, que el copiloto Andreas Lubitz decidió estrellar contra una
montaña. Según Brice Robin, fiscal de Marsella, el acto del copiloto se debió a
un "deseo espontáneo de destruir el avión", y para que el caso
hubiera sido considerado asesinato, "debía haber sido consciente de que
quería matar", de ahí que ha declarado que el incidente es un caso de
"homicidio involuntario", porque no cree que el copiloto Andreas
Lubitz tuviera intención de matar a los pasajeros a la hora de estrellar el
aparato. Y por si había alguna duda de orden ectoplasmático y mediúmnico, el fiscal
no se ha planteado cambiar la calificación del delito porque el presunto autor
de los homicidios está entre las víctimas y, por supuesto, aclara que "No
se puede perseguir a una persona muerta".
Para que no quede ninguna duda,
aclararé que este fiscal es el mismo que, en ruedas de prensa, confirma que las
cajas negras demostraron que Lubitz manipuló los mandos del avión hasta
estrellarlo, que incluso ensayó la forma de hacerlo en el trayecto previo, el
mismo día, de Düsseldorf a Barcelona, que estuvo de baja hasta dos días antes
de la catástrofe, ocultando a la compañía sus problemas de salud mental por
miedo a perder su licencia y que los investigadores tienen pruebas de que
Lubitz buscó en marzo, el mismo mes del siniestro, cianuro, valium sin receta y
cócteles de barbitúricos con los que matarse.
Es decir, aquí lo que se plantea,
dentro de la calificación de homicidio involuntario, es una versión surrealista
del homicidio preterintencional, ese que surge cuando se causa la muerte a
pesar de que no era esa la intención del causante. Y como todo el mundo sabe,
cuando uno piensa en estrellar un avión de pasajeros contra una montaña con la
intención de suicidarse, no tiene previsto que los pasajeros puedan morir, ni
tiene ánimo de perjudicar a nadie, de ahí que la dificultad para demostrar el
homicidio doloso resida en la ausencia de prueba de la voluntad homicida, dicho
esto, por supuesto, con la mayor ironía posible, la cual me permite escribir
sin ni siquiera esbozar una sonrisa por una cuestión de puro respeto a las
víctimas.
Tengo clarísimo que, a pesar de
haber un gran número de víctimas españolas entre los fallecidos, los juzgados
competentes son los franceses por ser en su territorio donde se han producido
los hechos, pero ello no impide traer a colación una conclusión de la Sala Segunda de
nuestro Tribunal Supremo, de 3 de julio de 2006, en la que se define el animus
necandi como el ánimo de matar con conocimiento y voluntad, y que en dicho
ánimo de matar se comprenden generalmente tanto el dolo directo como el
eventual, por lo que en el primer caso la acción tiene la intención de causar
la muerte, y en el segundo esta acción, a pesar de que la intención no pueda
ser afirmada, el autor es consciente del peligro concreto que crea su conducta
para el bien jurídico protegido, y a pesar de ello continúa con la ejecución
aceptando lo que ocurra o incluso dándole lo mismo lo que pase, la cuestión es
que en ambos casos saber que existe un riesgo de muerte para otros no le impide
llevar a efecto sus planes.
En este punto, dadas las
circunstancias, tal vez convendría sacar a colación el hecho, ahora conocido,
de que en los últimos cinco años el ínclito copiloto, según el fiscal, fue
atendido, ni más ni menos, que por 41 médicos, supuestamente casi todos ellos
relacionados con los asuntos de la mente. Cabría la posibilidad, por tanto, de
ver esto como un caso de enajenación mental, bien fuera considerada de carácter
continuado o transitoria, y ya nuestro Código Penal da a entender que
estaríamos ante la pérdida de la propiedad del ser, y de ahí a la incapacidad
de culpa y la inimputabilidad del sujeto penal. El Código Penal francés regula los
supuestos de demencia y fuerza irresistible como los dos únicos supuestos de causas
subjetivas de no responsabilidad, entendiendo por demencia toda forma de
alienación mental que impida al individuo un control suficiente de sus actos, y
siempre que ésta sea determinada por un informe medico.
Sin embargo, y a tenor de la
calificación del delito a la que opta el fiscal marsellés, el copiloto es imputable,
de ahí que lo acuse de homicidio involuntario siguiendo el precepto articulado
en el Libro Segundo del Código Penal francés, Artículo 221-6, que define dicho
homicidio involuntario como “El hecho de causar la muerte de otro por torpeza,
imprudencia, descuido, negligencia o incumplimiento de una obligación de
seguridad o de prudencia impuesta por la ley o los reglamentos”, descartando
así el Artículo 221-3 en el que figura que “El homicidio cometido con
premeditación constituye un asesinato”, e incluso el Artículo 224-6, que
califica de secuestro “El hecho de apoderarse o tomar el control
con violencia o amenaza de violencia de una aeronave…”.
La verdad es que no parece fácil
entender que a una persona que ha visitado 41 médicos en 5 años no se le estime
la inimputabilidad por causas de enajenación mental, por cierto nomenclatura
ésta que no suele gustar a los psiquiatras forenses, ya que el yo es un todo en
el individuo y no se le puede enajenar, es decir, sigue siendo él. Por lo
tanto, y por intentar aclararme, porque a estas alturas la enajenada mental soy
yo por culpa del fiscal, el copiloto estaba como una cabra, con múltiples
certificados médicos incluidos, o veterinarios, dependiendo si era cabra,
cabra, o aspirante a cabra (y aquí vendría a cuento el humor negro, al estilo
del concejal madrileño Zapata, para añadir que la cabra “tira al monte”). Pero
a pesar de estar como una cabra, hasta el punto de querer suicidarse mientras
pilotaba un avión lleno de pasajeros, no se le estima ni la demencia ni la
fuerza irresistible para hacer lo que hizo, pero si la involuntariedad de
querer matar, porque él no era consciente de querer matar ante su “deseo
espontáneo de destruir el avión”. ¿Alguien entiende el jeroglífico fiscaliano?
Y, desde luego, si un día de
estos pasos por Marsella, le voy a pedir a Monsieur Robin (como Robín de los
bosques), que me explique qué diferencia habría entre perseguir a un muerto por
homicidio doloso o por homicidio involuntario, porque excepto la carga de la
condena, no se me ocurre otra diferencia, ya que el muerto está muerto
igualmente, a no ser que ésta estribe en la responsabilidad civil subsidiaria
derivada de su acción para la empresa. Y de paso le preguntaré también si
haberlo declarado enajenado, con un largo historial médico, habría supuesto un
problema mucho más grande para la empresa por dejación de funciones con
resultado de muerte. Pero claro, de ninguna manera se me ocurriría pensar que
la compañía aérea matriz ha podido influir en la decisión mediúmnica del
fiscal, por muy importante que sea la empresa, que lo es.
En fin, me quedan muchas dudas
sobre esto pero, de entre ellas, me quedo por lo exótica con la paradoja de que
un homicida (tal vez un asesino), que ha preparado su acción al detalle, no
tuviera el ánimo de matar. Interesante, muy interesante.