jueves, 18 de junio de 2015

El homicida sin animus necandi

Por María Rodríguez González-Moro

  Cuando ya el verano es casi una realidad no conviene tomarse las cosas muy a la tremenda, no sea que un golpe de cabreo aporte los mismos síntomas que un golpe de calor, de ahí que no quiera dejarme llevar por la revuelta mediática que supone la resaca acontecida tras las elecciones regionales y municipales, que no es más que la antesala de lo que nos espera con las generales, aunque espero que ni unas ni otras puedan con la tradicional siesta española.

Estos días andaba dando vueltas a una suerte de paradoja jurídica respecto del vuelo GWI9525, de la compañía Germanwings, que el copiloto Andreas Lubitz decidió estrellar contra una montaña. Según Brice Robin, fiscal de Marsella, el acto del copiloto se debió a un "deseo espontáneo de destruir el avión", y para que el caso hubiera sido considerado asesinato, "debía haber sido consciente de que quería matar", de ahí que ha declarado que el incidente es un caso de "homicidio involuntario", porque no cree que el copiloto Andreas Lubitz tuviera intención de matar a los pasajeros a la hora de estrellar el aparato. Y por si había alguna duda de orden ectoplasmático y mediúmnico, el fiscal no se ha planteado cambiar la calificación del delito porque el presunto autor de los homicidios está entre las víctimas y, por supuesto, aclara que "No se puede perseguir a una persona muerta".

Para que no quede ninguna duda, aclararé que este fiscal es el mismo que, en ruedas de prensa, confirma que las cajas negras demostraron que Lubitz manipuló los mandos del avión hasta estrellarlo, que incluso ensayó la forma de hacerlo en el trayecto previo, el mismo día, de Düsseldorf a Barcelona, que estuvo de baja hasta dos días antes de la catástrofe, ocultando a la compañía sus problemas de salud mental por miedo a perder su licencia y que los investigadores tienen pruebas de que Lubitz buscó en marzo, el mismo mes del siniestro, cianuro, valium sin receta y cócteles de barbitúricos con los que matarse.

Es decir, aquí lo que se plantea, dentro de la calificación de homicidio involuntario, es una versión surrealista del homicidio preterintencional, ese que surge cuando se causa la muerte a pesar de que no era esa la intención del causante. Y como todo el mundo sabe, cuando uno piensa en estrellar un avión de pasajeros contra una montaña con la intención de suicidarse, no tiene previsto que los pasajeros puedan morir, ni tiene ánimo de perjudicar a nadie, de ahí que la dificultad para demostrar el homicidio doloso resida en la ausencia de prueba de la voluntad homicida, dicho esto, por supuesto, con la mayor ironía posible, la cual me permite escribir sin ni siquiera esbozar una sonrisa por una cuestión de puro respeto a las víctimas.

Tengo clarísimo que, a pesar de haber un gran número de víctimas españolas entre los fallecidos, los juzgados competentes son los franceses por ser en su territorio donde se han producido los hechos, pero ello no impide traer a colación una conclusión de la Sala Segunda de nuestro Tribunal Supremo, de 3 de julio de 2006, en la que se define el animus necandi como el ánimo de matar con conocimiento y voluntad, y que en dicho ánimo de matar se comprenden generalmente tanto el dolo directo como el eventual, por lo que en el primer caso la acción tiene la intención de causar la muerte, y en el segundo esta acción, a pesar de que la intención no pueda ser afirmada, el autor es consciente del peligro concreto que crea su conducta para el bien jurídico protegido, y a pesar de ello continúa con la ejecución aceptando lo que ocurra o incluso dándole lo mismo lo que pase, la cuestión es que en ambos casos saber que existe un riesgo de muerte para otros no le impide llevar a efecto sus planes.

En este punto, dadas las circunstancias, tal vez convendría sacar a colación el hecho, ahora conocido, de que en los últimos cinco años el ínclito copiloto, según el fiscal, fue atendido, ni más ni menos, que por 41 médicos, supuestamente casi todos ellos relacionados con los asuntos de la mente. Cabría la posibilidad, por tanto, de ver esto como un caso de enajenación mental, bien fuera considerada de carácter continuado o transitoria, y ya nuestro Código Penal da a entender que estaríamos ante la pérdida de la propiedad del ser, y de ahí a la incapacidad de culpa y la inimputabilidad del sujeto penal. El Código Penal francés regula los supuestos de demencia y fuerza irresistible como los dos únicos supuestos de causas subjetivas de no responsabilidad, entendiendo por demencia toda forma de alienación mental que impida al individuo un control suficiente de sus actos, y siempre que ésta sea determinada por un informe medico.

Sin embargo, y a tenor de la calificación del delito a la que opta el fiscal marsellés, el copiloto es imputable, de ahí que lo acuse de homicidio involuntario siguiendo el precepto articulado en el Libro Segundo del Código Penal francés, Artículo 221-6, que define dicho homicidio involuntario como “El hecho de causar la muerte de otro por torpeza, imprudencia, descuido, negligencia o incumplimiento de una obligación de seguridad o de prudencia impuesta por la ley o los reglamentos”, descartando así el Artículo 221-3 en el que figura que “El homicidio cometido con premeditación constituye un asesinato”, e incluso el Artículo 224-6, que califica de secuestro El hecho de apoderarse o tomar el control con violencia o amenaza de violencia de una aeronave…”.

La verdad es que no parece fácil entender que a una persona que ha visitado 41 médicos en 5 años no se le estime la inimputabilidad por causas de enajenación mental, por cierto nomenclatura ésta que no suele gustar a los psiquiatras forenses, ya que el yo es un todo en el individuo y no se le puede enajenar, es decir, sigue siendo él. Por lo tanto, y por intentar aclararme, porque a estas alturas la enajenada mental soy yo por culpa del fiscal, el copiloto estaba como una cabra, con múltiples certificados médicos incluidos, o veterinarios, dependiendo si era cabra, cabra, o aspirante a cabra (y aquí vendría a cuento el humor negro, al estilo del concejal madrileño Zapata, para añadir que la cabra “tira al monte”). Pero a pesar de estar como una cabra, hasta el punto de querer suicidarse mientras pilotaba un avión lleno de pasajeros, no se le estima ni la demencia ni la fuerza irresistible para hacer lo que hizo, pero si la involuntariedad de querer matar, porque él no era consciente de querer matar ante su “deseo espontáneo de destruir el avión”. ¿Alguien entiende el jeroglífico fiscaliano?

Y, desde luego, si un día de estos pasos por Marsella, le voy a pedir a Monsieur Robin (como Robín de los bosques), que me explique qué diferencia habría entre perseguir a un muerto por homicidio doloso o por homicidio involuntario, porque excepto la carga de la condena, no se me ocurre otra diferencia, ya que el muerto está muerto igualmente, a no ser que ésta estribe en la responsabilidad civil subsidiaria derivada de su acción para la empresa. Y de paso le preguntaré también si haberlo declarado enajenado, con un largo historial médico, habría supuesto un problema mucho más grande para la empresa por dejación de funciones con resultado de muerte. Pero claro, de ninguna manera se me ocurriría pensar que la compañía aérea matriz ha podido influir en la decisión mediúmnica del fiscal, por muy importante que sea la empresa, que lo es.


En fin, me quedan muchas dudas sobre esto pero, de entre ellas, me quedo por lo exótica con la paradoja de que un homicida (tal vez un asesino), que ha preparado su acción al detalle, no tuviera el ánimo de matar. Interesante, muy interesante.

miércoles, 3 de junio de 2015

Meditaciones criminales sobre el fútbol

Por María Rodríguez González-Moro

 Debo reconocer, aun a riesgo de ser excomulgada, que el fútbol no se encuentra entre mis grandes pasiones, pero también he de reconocer que, por pura simbiosis informativa, estoy un poco al tanto de lo que se dice, aquí o allá, sobre sus muchas vicisitudes esféricas, y hasta estratosféricas.

Una persona debería ser considerada profundamente imbécil si no fuera consciente de las rebuscadas e infinitas manipulaciones en este deporte, elevado a la categoría de negocio de manipulación de masas, que ha levantado toda una industria mundial en base a jugar con sentimientos localistas, capaces de generar en sus aficionados una suerte de comunión espiritual con su club hasta el punto de representar algunos de los pilares básicos de sus vidas.

Pero mi pretensión, al menos en este artículo de estar por casa, no es analizar el concepto del fútbol, sino la evidente, y poco presunta, trama criminal tejida en torno al mismo y a escala planetaria. Asistir al desmantelamiento de una parte importante de la cúpula directiva de la Federación Internacional, acusada de soborno y fraude durante decenas de años, no es menos impactante que ver la triste, lamentable, esperada y debida dimisión de su omnipotente presidente, cuasi vitalicio, a pocos días de ser “reelegido” por un harén de estómagos agradecidos que, visto lo visto, ofrecen un comportamiento que se asemeja más al de cómplices necesarios que al de electores cualificados.

En los escritos jurídicos es fácil encontrar la frase “solo o en compañía de otros”, y esa compañía, a veces, puede ser tan amplia que se podría llegar a dudar de su propia estructura criminal por la dificultad de manejar y coordinar tanta complicidad secreta, ya que 209 asociaciones y federaciones afiliadas a la FIFA dan para mucho. Por supuesto que la presunción de inocencia es tan sagrada que incluso debería aplicarse a los directivos de las organizaciones futbolísticas, empezando por los detenidos y por los a detener, pero los indicios son tantos, a nivel popular, que la consecución de pruebas fehacientes no hace sino constatar que nos encontramos ante la figura de un delito continuado y consentido de alcance global. Y aún así, la debacle de querer limpiar debajo de las alfombras del fútbol trae, y traerá consigo, en el mejor de los casos, presentes y futuras guerras diplomáticas que mostrarán, tristemente, cómo algo tan simple como dar patadas a una pelota, que antes era de trapo, se convierte en un problema mucho más importante que otros muchos existentes y cuya comparación, simplemente, sería inaceptable si lo que queremos es seguir manteniendo una mínima escala de valores como seres humanos.


Al final lo que cuenta es que, gracias al escándalo FIFA, se ha descubierto la relación entre la prostitución y el balompié, y es que en ambos casos se puede verificar la existencia de mafias, proxenetas, clientes complacientes, prostitutas y autoridades corruptas y, por supuesto, todos ellos confluyen en lupanares desperdigados por el mundo, con o sin luces de colores, en los que la testosterona sirve para ganar dinero, mucho dinero. Si acaso, la diferencia es que los clientes de las prostitutas saben que pagan por un placer efímero, mientras que los clientes del fútbol se tragan toda la falsa estructura creada en unos colores, a veces considerados más importantes que los de la propia bandera patria, como es público y notorio. Tal vez lo único cierto del fútbol sea lo de echar la moneda a cara o cruz para elegir terreno, pero hasta eso deberíamos poner bajo sospecha, porque hay tanta cara en juego que lo mismo la moneda no tiene cruz.