sábado, 22 de agosto de 2015

Enamorarse de un criminal

Por María Rodríguez González-Moro

A veces, cuando estoy relajada y dejo que mis pensamientos campen por sus respetos, me doy cuenta que darles tanta libertad no siempre es bueno, porque si bien es cierto que lo suyo es que éstos traigan ideas frescas, también puede pasar que lo que traigan sean ideas raras, extrañas, absurdas o, lo que es peor, inalcanzables. En todo caso, lo que sí tengo claro es que cuando les dejo que traigan pensamientos relacionados con hombres siempre procuro que sean para mejorar, eso de “Virgencica, que me quede como estoy”, lo dejo para otro tipo de pensamientos más de estar por casa.

Cuento esto a raíz de la sensación que he tenido cuando me he enterado que una tal Victoria, al menos ese es su pseudónimo, joven sueca de 20 añitos, está enamorada de Anders Behring Breivik, el bicho que el 22 de julio de 2011 mató a 77 personas en lo que fue la matanza más grande ocurrida en Noruega desde la Segunda Guerra Mundial. Aquél día, no contento con poner una bomba en el centro de Estocolmo, este individuo disfrutó sádicamente disparando y asesinando a decenas de jóvenes, compatriotas suyos, que le pedían clemencia una y otra vez, las mismas que él ignoró mientras seguía con su juego macabro de verlos morir.

Si ya puede parecer extraño que alguien pueda perder la cabeza hasta ese punto de dar caza a varias decenas de chiquillos, debería parecer mentira que una persona pueda llegar a enamorarse de alguien como Breivik, lo más normal sería sentir cualquier cosa menos amor por alguien que se asemeja más a un monstruo que a un ser humano. Pero he aquí que la ciencia tiene respuestas para casi todo lo que hacemos los que alardeamos de humanos, y en este caso la respuesta se llama hibristofilia, una palabreja que da cabida a quienes sienten pasión por asesinos ladrones, violadores y, en la misma línea pero a otro nivel, por los infieles casi patológicos o aquellos que hacen de la mentira su modus operandi.

Puede que pensemos que esta parafilia es demasiado rara y afecta a muy pocas personas, pero no es así, la realidad es muy diferente, y es que a este Breivik le llegan unas ochocientas cartas anuales, casi todas de admiradoras, incluso una de ellas, de 16 años, ya le propuso seriamente matrimonio en 2012. Y a esto hay que sumar las cientos, miles, de otras personas que sienten lo mismo por grandes asesinos conocidos que purgan su pena en las cárceles de medio mundo. Con todo, hay incluso millones de personas, la mayoría mujeres, y muy jóvenes, que sienten un morbo especial por aquellos que las introducen en su juego de adulterio, o que disfrutan creándoles un mundo imaginario que solo ellas pueden llegar a dar por real. Esta hibristofilia de menor intensidad es la que más cerca está de nosotros, porque todos tenemos experiencias propias, o muy cercanas, que podrían encajar perfectamente; recuerdo el sufrimiento de unos conocidos cuya hija, preciosa, rubia, con ojos verdes y menor de edad, se enamoró perdidamente de un chico varios años mayor que ella que era un delincuente de pacotilla y que llamaba poderosamente la atención de la chiquilla, al final la cosa terminó con embarazo y una unión odiosa, aunque distante, de por vida.

Aún así, si aparcamos los bajos estadíos de esta parafilia, no resulta fácil llegar a imaginar que una persona en su sano juicio pueda mostrar su amor, públicamente o en la intimidad, hacia alguien de quien no queda la más mínima duda, ni la razonable ni la otra, que es un asesino despiadado que disfrutó destrozando tantas vidas, las de los muertos que dejó y las de sus familias, que a buen seguro ya no han vuelto a ser las mismas, porque cuando la muerte entra en una casa para llevarse a un niño, a un joven, el frío jamás desaparece de sus muros. Victoria, con sus veinte años y su personalidad distorsionada, se excita pensando que es el sistema, la propia sociedad, quien hace sufrir a su hombre la tortura de la cárcel, de ahí que sea una ferviente activista para que se atenúen las condiciones en las que está preso el hombre de su vida, e incluso para que no se revise la condena una vez cumplidos los 21 años que tiene por delante.


Cuando se flirtea con el mal no suele tratarse de un capricho de una noche de juerga, normalmente se debe a disturbios en el comportamiento que irremediablemente, como si fuera una droga, lleva al cerebro a pedir más y más hasta que se alcanza el punto de no retorno. El problema es que este tipo de comportamientos son tan frecuentes que, necesariamente, habremos de hacer una introspección en profundidad para saber hasta qué punto las filias están pasando a formar parte intrínseca de nuestras vidas, porque entonces dejarán de ser filias y se convertirán en hábitos, será llegado el momento en que enamorarse de un criminal sea lo normal y ni tan siquiera el espejo sea capaz de retornarnos la imagen fidedigna que proyectamos sobre él, sino la que creemos proyectar. 

domingo, 16 de agosto de 2015

La pérfida sensación del mal

Por María Rodríguez González-Moro

No creo que extrañe a nadie si afirmo que, como me considero una mujer optimista, entiendo que el mundo, y la vida misma, son algo maravilloso por lo que merece la pena brindar con la frecuencia que haga falta. Si un día hace sol podemos disfrutar de la energía que ello conlleva, pero incluso si el día fuera nublado podemos igualmente disfrutar de los azules plomizos de las nubes, especialmente si estamos en el campo y éstos contrastan con el verde de la hierba. A poco que nos lo propongamos podremos reírnos de casi cualquier cosa y ver el vaso medio lleno, aún cuando, con relativa frecuencia, nos preguntemos por qué estará medio vacío. Sabemos que casi todos los problemas tienen una solución y que basta con conservar la calma para encontrarla. En fin, en general la vida es bella, pero no podemos obviar que también tiene sus momentos trágicos y que éstos, a veces, superan con creces nuestra propia capacidad imaginativa.

Por poner algún ejemplo, me centraré en tres sucesos acaecidos en los últimos días los cuales, por su propia naturaleza, llaman la atención lo suficiente como para efectuar sobre ellos un mínimo análisis valorativo, mismo si no tenemos más que las referencias informativas que cualquiera puede saber y no contamos con datos objetivos que permitan auscultarlos en profundidad. Por supuesto los imputados en las tres situaciones son siempre presuntos, presuntos asesinos, presuntos homicidas, presuntos lo que sea hasta que se demuestre lo contrario, incluso hasta que se demuestre su cordura, igualmente presunta.

El primero de ellos es el del padre que mató a sus dos hijas de 4 y 9 años cortándoles el cuello con una sierra radial. Al parecer este hombre estaba separado y, aunque las hijas vivían con su exmujer, en ese momento se encontraban con él. El odio que sentía por ella era tal que le llevó a tomar una sierra y acabar con la vida de las pequeñas de manera tan salvaje.

El segundo caso es el de una madre que degolló a su bebé de tres meses en el altar de la capilla de un cementerio. Y podía haberlo hecho también con su hija de tres años de no ser porque la abuela no le dejó llevársela.

El tercer caso es el de un individuo que asesina a su exnovia cuando ésta va a su casa a recoger sus enseres, y de paso también lo hace con una amiga de la exnovia que la acompañaba porque, previsiblemente, no se fiaba mucho de la reacción que pudiera tener el sujeto.

Los tres casos son diferentes y diferentes son también las causalidades y comportamientos que los provocaron, aunque en todos ellos hay una línea de unión, una especie de base sobre la que asentar algunas reflexiones. En el del padre que decide acabar con la vida de sus hijas pequeñas, el trasfondo es hacer daño a la madre de éstas más que a las niñas en sí, es decir, las niñas sirvieron como simples elementos canalizadores de una perversión psicopatológica irreductible, que llevó al cerebro del padre a cortocircuitarse hasta el punto de utilizar, ni más ni menos, que una sierra radial para ejecutar tan macabro propósito. Puedo imaginar, en caso de que las niñas estuvieran conscientes en el momento de la ejecución, el tremendo ruido de la sierra, las salpicaduras de sangre a metros de distancia y, lo que es peor, el espectáculo al que estaba asistiendo la que todavía estaba con vida y esperaba su turno. Y todo ello realizado, no olvidemos, por alguien en quien ellas depositaban su confianza total, porque se trataba de “papá”, no de cualquier degenerado que las hubiera podido secuestrar.

El caso de la madre que degolló a su bebé de tres meses, al menos hasta el momento, no parece tener un móvil de venganza, sino que todos los indicios apuntan a una posible depresión grave postparto, por lo que lo dejaremos en eso hasta que se sepan más detalles. La operativa en todo caso fue parecida a la del hombre que cortó el cuello a sus hijas, primero intenta llevarse a sus dos hijos a su terreno, pero solo lo consigue con el bebé, ya que la falta de confianza y el instinto de su madre, abuela de los niños, las llevan a un forcejeo y a que al menos la niña de tres años se quede en casa, lo que le salvó la vida. Una vez con el bebé en su poder va a un cementerio, lo deposita en el altar de la capilla y le corta el cuello con un cuchillo, alegando posteriormente que ella tiene el demonio dentro.

En el caso de un hombre que mata a su exnovia y a la amiga, éste también necesita de una dinámica similar, que la víctima se encuentre en el terreno del asesino. La única diferencia es que aquí la amiga juega el papel de artista invitada, puesto que, por lo que se sabe, él únicamente esperaba que acudiera la que fuera su pareja, aunque esto no lo hizo cambiar de planes, lo cual no deja de sorprenderme, puesto que, por pura lógica criminal, lo suyo habría sido esperar a mejor ocasión. Este hecho, el que le diera igual dos que una, nos ha de retrotraer a los otros dos casos en los que, el episodio psicopatológico del momento, supera el uso de la inteligencia necesaria en un caso con evidencias de premeditación.


En las tres situaciones se da la circunstancia de la premeditación, los tres agresores llevaron a las víctimas a su terreno y hasta se proveyeron de las armas del crimen, o de los elementos necesarios para cumplir su propósito con la debida antelación, pero también se puede observar una tendencia indudable a la anomalía psíquica, si bien es en el segundo caso, el de la madre que se creía poseída, donde pueda parecer más evidente. Una persona que pretende matar a sus hijas menores por venganza hacia su exmujer tiene muchos medios a su alcance para evitar en lo posible el sufrimiento, sin embargo pareció disfrutar días antes con la preparación del crimen, cuando fue a una ferretería conocida a comprar la radial y bromeó con el dependiente sobre si sería eficaz cortando dedos y si se prestaba voluntario para probar su eficacia. A la madre que organizó una suerte de rito satánico no le habría costado mucho acabar con la vida del pequeño bebé rápidamente, pero optó por una formula mucho más terrible. Y al que planeó la muerte de su exnovia, y a falta de conocer cómo se efectuó, no le influyó la compañía sorpresiva de su amiga, ni le asaltaron remordimientos sabiendo que yacerían boca abajo bañadas en cal. Es decir, a la vista de las circunstancias, cabría iniciar un debate sobre la posible imputabilidad que produce en el sujeto la causa penal desprendida de sus acciones o, si bien, lo procedente sería entender la enajenación mental prolongada en el tiempo como concepto psicológico que no impide al individuo actuar de manera inteligente, pero que sí lo lleva a efectuar acciones compatibles con el desorden psiquiátrico. Y esto es importante porque corremos el riesgo de llenar las cárceles de personas que habrían de estar en instituciones psiquiátricas, sobre todo si tenemos en cuenta que el objetivo último de una pena carcelaria es la rehabilitación para la reinserción del penado en la sociedad, algo que resultaría imposible en el caso de que a quien se pretenda rehabilitar sea a alguien con unos patrones mentales diferenciados de la generalidad. A modo de anécdota traigo a colación la noticia falsa que ha tenido un gran recorrido viral, incluso en medios de comunicación, en la que se narra que un individuo ha asesinado a su amigo invisible. Por muy falsa y muy de risa que pueda resultar, hay algo que esta noticia nos transmite, y es que ya tomamos el hecho criminal como algo tan cotidiano que cualquiera que fuera la víctima la asumimos hasta que llegue la siguiente. Y si hay algo que concurre en todos los casos, tanto los meridianamente claros como los susceptibles de discusión, es que la pérfida sensación del mal lo inunda todo.

sábado, 8 de agosto de 2015

La delgada línea de la privacidad en una relación

Por María Rodríguez González-Moro

Siempre me pareció muy macabro eso de “Hasta que la muerte nos separe”, nunca pude dejar de pensar en el hecho imprescindible de que uno de los dos habría de morir en una pareja, anteponiendo esta realidad mortuoria a cualquier otra concepción de la imposibilidad vital de vivir en comunidad, sea cual sea la formula elegida para ello. Es decir, si se está bien con el respectivo, respectiva o neutro, vendría a ser lo mismo que si se está mal, porque aquí lo que cuenta es que la única que tiene poder de disolución es la de la guadaña. ¿Qué cosas, no?

La verdad, pensándolo bien, es que tampoco resultaba tan descabellada la imposición católica de ser separados solo por la muerte porque, habida cuenta de la cultura predominante, la cual en muchos casos perdura en nuestros días, cualquiera de los cónyuges podía acelerar el proceso dejándose llevar por los celos patológicos que llegó a generar semejante imposición de la convivencia. La frasecita “Si no eres para mí, no eres para nadie” ha dado también mucho juego a los amantes de broncas, insultos, bofetadas, puñetazos, puñaladas, disparos y todo tipo de artimañas relacionadas con ser separados por la muerte, lo que conlleva en muchos casos el efecto contrario, esto es, no morir físicamente pero sufrir una muerte en vida, que no se sabe qué es peor.

Las parejas de antes, llámense novios, matrimonios o amantes, disfrutaban sufriendo de lo que podríamos denominar “privacidad compartida”, casi una paradoja legal, pues todavía no está del todo claro si la privacidad en pareja es de cada uno de los que la conforman o, ineludiblemente, la privacidad de uno ha de ir unida a la del otro cuando los hechos objetos de dicha privacidad son realizados de mutuo acuerdo. Lo cierto es que, antes, era impensable que una mujer, o un hombre, pudiera recibir cartas de una persona de sexo contrario sin que la otra parte quisiera saber, por imperativo legal incluso, quién la enviaba y qué ponía. Es más, aunque no mediase documento escrito, cualquier desliz de simpatía no procedente hacia el sexo opuesto podía ser tomado como una afrenta al honor, de ahí que no hace tanto tiempo que la Justicia tuviera cierta mano ancha cuando el reo (casi siempre masculino), lo era por haber cometido una acción en vías de salvaguardar su honor, dándose casos tan incomprensibles en nuestros días como el ser simplemente desterrados de la ciudad por haber matado al amante agresor del sacramento matrimonial.

Pero las cosas han cambiado, y de qué manera. Ahora una pareja de dos puede tener intimidades individuales con mil almas diferentes, y me quedo corta, ya que el entorno virtual ha dado paso a toda una comunidad de bienes privativos en lo tocante a la vida personal de cada cual. Si antes nadie podía imaginar que uno de los cónyuges ocultase el contenido de una carta que ha sido vista por su pareja, ahora sucede todo lo contrario, lo inimaginable es que a alguien se le pase por la cabeza pedir las contraseñas de Email, Whatsapp, Facebook o cualquiera otra de las muchas posibilidades comunicativas actuales de las que cada pareja disfruta por separado. Y, si esto es así, es porque los conceptos sociales de la privacidad individual se han modificado dando un giro de 180º, por lo que cada miembro de la pareja habrá de emplearse a fondo, como toda la vida de Dios se ha hecho, para mantener la estabilidad conyugal, solo que ahora sin darle la más mínima importancia a que la persona que comparte cama con nosotros tenga que estar respondiendo mensajes incógnitos a no importa qué hora del día o la noche.
Si tomamos el tiempo de dar una vuelta, aunque sea rápida, por el Código Penal español, veremos que no solo es que esté penado descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, sino que en cierto modo el delito adquiere más gravedad si quien lo comete y difunde es el propio cónyuge, dado que se le supone una fidelidad prevalente a la rotura de la intimidad del otro. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el hecho de que el cónyuge, cuya intimidad ha sido vulnerada, fuera o no fiel a la presunta fidelidad prometida en el momento de ardor inicial de amor eterno con su ahora espía, y esto es así porque la infidelidad ya no se resuelve en los tribunales, ni siquiera en el campo del honor, si acaso en la barra de un bar tomando una copa tras otra para olvidar.

De cuando en cuando, llegan noticias de personas a las que se ha pillado espiando a su pareja, sin que ello tenga que ver con una presunta detección de infidelidad, sino simplemente como efecto neutralizador de la libertad propia existente del otro, es decir, personas que no terminan de asimilar lo de que cada uno es cada uno y cada cual puede hacer de su capa un sayo que han traído los nuevos tiempos. A estos pillados, o pilladas, para no caer en disfunciones de género, de partida se les detiene unas horas, no suele ser más, hasta que se les comunica que están acusados de vulnerar el 197, cosa que, al menos hasta que recaiga sentencia firme, lo que podría conllevar pena de prisión, no suele preocuparles mucho, porque su intención era enterarse de algo más importante para ellos que el bien que perjudicaban, en resumen, lo que querían saber era si les estaban poniendo los cuernos.

Llegados a este punto, al menos yo me pregunto dónde empieza la relación y dónde acaba la privacidad; dónde empieza la confianza y dónde acaban los celos; dónde empieza la intimidad y dónde acaban las sospechas. Una vez leí una frase que decía: “Si amas a alguien dale libertad, si tienes que acosarle lo más probable es que no fuera para ti”. Gran certeza, pero la realidad es muy diferente. Se instalan programas espías en los dispositivos electrónicos de las parejas para saber con quién o quiénes se escriben, se intercambian fotos o se llaman. Se utiliza después esa información, en la mayoría de los casos negligentemente, para acosar a la parte vigilada con ironías o preguntas que, antes o después, la llevarán a intuir que algo está pasando, porque no resulta normal que el acosador disponga de esa información. Esto me recuerda a Gila, el cómico, cuando en una de sus actuaciones se pasea por delante de un sospechoso de asesinato y dice, como disimulando: “Alguien ha matado a alguieeennn”.


Dejando de lado las bromas, e incluso la legislación vigente, lo que es público y notorio es que las relaciones interpersonales se están modificando de tal manera que pronto terminará resultando prácticamente imposible interactuar con una sola persona, cuando resulta que podemos optar por hacerlo con miles y de cualquier parte del planeta. El concepto del amor se verá irremediablemente modificado con el paso del tiempo, porque cada vez las comunicaciones serán mejores y más avanzadas, mientras que el amor privativo, y a estas alturas cuasi patológico por celotímico, habrá quedado sepultado entre papeles de divorcio o sentencias judiciales por delitos contra la intimidad. El ser humano no volverá a ser el que era, lo que por una parte no deja de ser una buena noticia, porque compartir el ser con otro, es ser medio ser propio sin llegar a ser medio ser del otro, ya que esa mitad que nos falta o la regalamos a nuestra pareja o nos la quita de todas formas. Evolucionaremos posiblemente hacia el “homo autonomus”, pero mientras eso llega, mientras somos diferentes de lo que estamos empezando a ser ahora, la delgada línea de la privacidad en una relación seguirá marcando inexorablemente el devenir de nuestras relaciones, nuestros sentimientos y nuestra propia existencia.