jueves, 30 de junio de 2016

Política investigable

 Por María Rodríguez González-Moro

Por mucho que una quiera ser inmune a la política, lo cierto es que resulta algo más que difícil escaparse a la tensión ambiental producida por una situación especialmente alambicada y, sobre todo, a esa sensación de tomadura de pelo que se siente cuando los “elegidos” de las diferentes formaciones se empeñan en aclarar, afirmar y confirmar que ellos son lo que son y el fin último, la buena gobernanza, les importa poco, ya que lo que cuenta es marcar su territorio como si nos encontrásemos en una suerte de berrea para ver quién puede hacerse con las partes pudendas del poder monclovita.

Recuerdo que cuando mis hijos eran pequeños y se sentaban a la mesa se afanaban por ver quién terminaba antes de comer, y lo hacían así a pesar de mis constantes explicaciones respecto a que comer no era una competición, sino que cada cual debía alimentar su cuerpo a su ritmo porque, aunque el fin era el mismo, crecer, el objetivo era diferente puesto que se trataba de cuerpos distintos. Naturalmente eran tan pequeños que no continuaba la explicación diciendo que esos “cuerpos distintos”, trabajando cada uno por su cuenta pero con un objetivo común, serían los encargados de que la sociedad pudiera funcionar y mejorase día a día. Y así creo que debería ser la política, grupos y grupúsculos diferentes creciendo para el bien común, incluso cuando a veces las direcciones de crecimiento sean opuestas, pero siempre con el pensamiento de que lo que importa es lo único, y no me refiero al sexo, que también, sino al bienestar de toda una sociedad que ya bastante tiene con sobrevivir a la crudeza del duro invierno de una crisis, sobrevenida ésta por pensar que sentarse a comer a la misma mesa es una competición.

Con todo, lo peor de los políticos es su capacidad innata para desencantar a sus propios  votantes de la política, lo que vendría a ser como si una asociación nacional de heladeros se empeñase, por activa y por pasiva, en mostrar a sus consumidores lo perjudicial e insano de  comer helado en verano, que es cuando más se supone que facturan. Y esto es así porque, a más a más de sus delirios de grandeza, una vez que obtienen el poder, no importa si a gran escala o en un andurrial perdido, se afanan en su mayoría por dejarse caer en los brazos de la corrupción como si eso de ser honrados no estuviera bien visto en el oficio, haciéndose acreedores, desde el minuto uno, a la presunción de culpabilidad muy por encima de la presunción de inocencia.

Cuando alguno de mis alumnos me pregunta si el oficio de Detective Privado tiene futuro lo primero que me viene a la cabeza es la política, puesto que si para contratar a un detective es necesario tener un interés legítimo en la causa, todos los españoles en edad de votar estaríamos legitimados para contratar detectives que investiguen a los políticos antes, durante y después de su paso por la política. Es más, no hace tanto que el líder de Ciudadanos hizo un intento parecido con la empresa de “inteligencia empresarial” H4DM, el cual por cierto levantó mucho revuelo en el mundo asociativo detectivesco por entender que podría tratarse de un caso de competencia desleal a partir del intrusismo profesional. Los candidatos de la formación naranja fueron “forzados” a firmar una carta ética autorizando que se les investigase en la que se recogía esta cláusula: "Autorizar a Ciudadanos a obtener, por sí o por medio de personas o empresas de investigación privada, cualquier información que pueda afectar a su imagen pública o la de Ciudadanos, para analizar y evaluar las vulnerabilidades detectadas, así como para evaluar la idoneidad como candidato del interesado". Aquella iniciativa que buscaba la “virginidad” de los candidatos no tuvo un éxito excesivo, más que nada porque de partida casi todos somos buenos, pero me habría encantado que la investigación, ya con detectives profesionales de verdad y menos en plan inteligencia empresarial, hubiese permanecido en el tiempo monitorizando la actividad política de los finalmente elegidos, tal vez nos hubiese aportado momentos memorables para la investigación y vergonzantes para la política, o tal vez no, dejemos un pequeño resquicio a la presunción de inocencia para que no se diga.

La verdad es que, como todo el mundo sabe, la política atraviesa momentos bajos por su relación directa con el fango, pero si a ello añadimos las guerras internas de políticos, policías, jueces y demás oficios relacionados por el estilo, veremos que la cosa siempre puede ir a más, de ahí mi teoría sobre que la intervención de Detectives Privados contratados por la población (por muy exagerado que pueda parecer), sería mucho más justa que lo que hay en la actualidad y que destila olor, o mejor tufo, a venganzas ocultas o a turbias manipulaciones interesadas de la realidad.  Como ejemplo, entre miles, podríamos poner la filtración de la íntima amistad entre Pablo Iglesias y José Antonio Moral Santín, dirigente de Izquierda Unida con tarjeta black de Caja Madrid, o la actuación fuera de norma del comisario Manuel Vázquez, hasta hace nada jefe de la UDEF, tratando de influir a los jueces del Supremo en relación a la admisión a trámite de la querella sobre el Informe PISA (Pablo Iglesias S.A.).

También al comisario de Asuntos Internos, Marcelino Martín Blas, se le ha llegado a denunciar por realizar investigaciones ilegales para el PP sobre el ex tesorero Luis Bárcenas, cosa ésta que no entraría precisamente dentro del campo del precepto policial de estar a disposición de la población en lugar de presuntamente ponerse a las ordenes en la sombra de quien indirectamente gestiona su sueldo. Y desde luego, si hablamos de cosas del más allá de las catacumbas policiales, no podríamos olvidar al comisario Villarejo, adscrito a la Dirección Adjunta Operativa del Cuerpo Nacional de Policía, el mismo que a mediados de los 90 fue señalado por estar detrás del Informe Veritas, que pretendía recopilar asuntos turbios (muy turbios) de la vida personal del magistrado Baltasar Garzón, quien en aquellos momentos centraba parte de sus investigaciones judiciales en averiguar quiénes del Estado se encontraban detrás del GAL, algo que exasperaba a la cúpula del PSOE gonzaliano y a determinados mandos policiales que no andaban lejos de la trama.


Pero, con todo, lo más interesante es que este comisario Villarejo, también relacionado con el Pequeño Nicolás (esta sería su parte friki), ha ido creciendo en patrimonio con el paso de los años hasta poseer decenas de empresas y millones de euros, por lo que al final no ha habido más remedio que investigar una posible incompatibilidad con su función directa de funcionario. ¿Y quién ha sido el responsable último de realizar esta investigación? Pues, ni más ni menos, que el inspector jefe José Ángel Fuentes Gago, la persona que puso en contacto al ya ex director de la Agencia Antifraude de Barcelona con el ministro de Interior. Y ahora, por causalidad, que no casualidad, aparecen en el entorno periodístico socialista las grabaciones realizadas a estos dos altos cargos, lo que sin remedio me hace pensar si podríamos estar ante un caso de venganza personal entre comisarios o, además de eso, ante el ataque de un partido (PSOE), utilizando su guardia pretoriana policial, contra otro partido (PP) para influir en el proceso electoral.  Naturalmente, para encontrar una respuesta primero habría que descubrir las pistas, sólo entonces podríamos mantener la sospecha sobre si el comisario Villarejo verdaderamente podría tener algo que ver en las grabaciones del despacho del ministro de Interior. A lo mejor no sería mala idea ejercer ese derecho que comentaba antes del interés legítimo de los ciudadanos para contratar a un detective privado en defensa del derecho a no ser manipulados, de poder hacerlo el detective tendría que infiltrarse en los lavabos de la Brigada Provincial de Información de Moratalaz (Madrid), parece que allí no se habla de otra cosa.

jueves, 23 de junio de 2016

De secreta proditionis

Por María Rodríguez González-Moro 


Coincide la bronca de las grabaciones subrepticias al ministro del Interior, y al responsable de la Oficina catalana contra el Fraude, con unas charlas que detectives privados ya en ejercicio han dado a examinandos de la UNED con motivo del fin de curso. Mientras leo lo publicado sobre la cuestión ministerial recuerdo las caras de mis alumnos, las de los que hablaban instructivamente y las de los que escuchaban con el interés del que se apresta a lo desconocido, y no puedo menos que pensar qué pasará por sus cabezas cuando, año tras año, se les instruye para que cumplan escrupulosamente con los requisitos de la Ley de Seguridad Privada y, al tiempo, han de convivir con la podredumbre de la realidad, esa que deja con el síndrome del pazguato a los que cumplen las normas y apuestan por defender un sistema que parece una hidra de múltiples cabezas.

El descubrimiento y revelación de los secretos es un delito, a ello le pone nombre y número el Código Penal español, y podría ser constitutivo de agravio el que esos secretos fueran arrancados en el propio despacho del ministro del Interior, pero no me refiero tanto porque lo penal incida en ello, sino porque, más bien, el agravio podría ser estupidiario, esto es, que entre dentro del campo de la estupidez humana que alguien consiga semejante información de un lugar donde se tratan temas de alta sensibilidad relacionados con la seguridad del Estado. Naturalmente, en este caso, la estupidez no sería aplicable al que obtiene la información, puesto que éste (solo o en compañía de otros) ya de por sí obtiene el título de delincuente sin ni siquiera derecho a presunción de nada; me refiero más bien a aquella persona que se ha dejado grabar contando con todos los medios habidos y por haber para haberlo evitado. Evidentemente, como el señor Ministro delega la función de la seguridad personal y de su entorno en otras personas, el estúpido vendría a ser aquél a quien le han metido semejante gol por la escuadra, el máximo responsable de la seguridad en el Ministerio, siempre y cuando, por supuesto, que el mismo no forme parte, aquí sí presuntamente, de la organización criminal necesaria para alcanzar los objetivos.

En realidad, y aunque parezca mentira, cuando escribo esto no estoy pensando en eternizarme en plan literario sobre los múltiples y posibles elementos que han podido participar en la grabación al Ministro, huelga decir que debe haber otras muchas grabaciones porque eso es como la droga, una vez que la primera te ha gustado ya no eres capaz de dejarlo; tampoco tengo intención de extenderme en el posible delito en el que incurren de abrumadora manera masiva los medios de comunicación al publicar y publicitar dichas grabaciones, y esto es así porque el derecho a la información no puede nunca basarse en un delito previo, esto convierte al que publica en cómplice necesario del agravio; ni siquiera voy a entrar a opinar sobre la oportunidad de dar salida a estas grabaciones justo en un momento tan delicado en el que está en juego el equilibrio político de la nación; y, por supuesto, faltaría más, tampoco voy a manifestarme respecto de la obligación del agraviado de dimitir de su cargo de ministro del Interior, dado que lo que se desprende de las grabaciones, o se da a entender, por muy manipuladas, sesgadas y tergiversadas que estén, o por muy subrepticio que sea el origen de las mismas, es que estaba conspirando desde su cargo público para alterar el orden de las cosas en beneficio de sus ideales políticos, al igual que quien ahora las difunde. Pero nada de esto me interesa especialmente, sino más bien donde quiero recalcar mi preocupación, como decía al principio, es en lo que pueden pensar esos detectives privados que confían en mí para conocer cómo cumplir la ley de su profesión y, sin embargo, han de ver cómo los que sí ostentan el rango de autoridad a partir de una placa se permiten señorearse en el delito como si la ley no fuera con ellos. Y esto no es de recibo, porque las leyes son para todos, o deberían serlo, por mucho que la actualidad nos demuestre con frenética intensidad que lo que creíamos correcto, fiable, seguro, no es más que un espejismo tras el que se esconde un submundo obsceno.


Así las cosas, parece que pedir a mis alumnos lealtad a lo aprendido no sería más que una quimera mental similar a la que tienen (tenemos) los abogados cuando terminamos la carrera y creemos que vamos a cambiar el mundo desde el punto de vista de la justicia y la equidad. ¡Qué pardillos togados somos! los recovecos de la legalidad son tan intrincados y alambicados que, a todo aquél que tardase más de un año en darse cuenta después de haber obtenido el título, casi habría que darle una subvención colegial para realizarse una terapia de psicoanálisis. Aún así, y a pesar de las circunstancias, nunca hay que dejar de pensar que el bien triunfará sobre el mal, pero por si acaso seamos un poco malos para mimetizarnos con el sistema, como los camaleones.