Por María Rodríguez
González-Moro
Hay veces que si el tiempo del reloj no lo impide, y aunque
sea sin permiso de la autoridad, me entretengo mientras desayuno viendo los
programas matinales de televisión que parecen continuar la senda del antiguo
periódico El Caso. En más de una ocasión, tal vez demasiadas, entre sorbo y
sorbo de café no tengo más remedio que sonreír ante la avalancha de
despropósitos de los juzgadores televisivos, a la sazón periodistas dramaturgos,
abogados oportunistas, criminólogos profesionales, criminólogos espontáneos,
psiquiatras en busca del psicópata perdido, expertos en lenguaje gestual,
agentes secretos venidos a menos y opinadores de todo tipo y condición.
La verdad es que es todo un espectáculo catódico, o tal vez
ahora deba decir plasmódico, ver como se pisotea la presunción de inocencia de
los seleccionados para el escarnio público de la escaleta televisiva que toque
ese día; escandaliza ver cómo se juega con pruebas policiales fruto de
investigaciones en marcha filtradas por no se sabe quién, pero sin duda alguien
con placa; llaman la atención los debates televisivos sobre instrucciones
abiertas en las que los abogados interesados nutren de munición para la batalla
del verbo; sorprende ver como incluso el secreto de sumario se toma más a la
ligera que cuando yo, de niña (¡qué tiempos!) le contaba a una amiguita un
secreto al oído con el compromiso de que no se lo dijera a nadie. Y, por
supuesto, de entre todo esto lo que sobresale es contemplar, desde la vergüenza
del esperpento, a renombrados profesionales (o por lo menos renombrados)
sentando cátedra de sus juicios paralelos, esos que dejan de lado la maquinaria
de una justicia, presuntamente justa, para alentar a las masas a ir preparando
la hoguera sin tener en cuenta que los preceptos constitucionales están
plagados de señales triangulares que advierten del peligro de incendio.
Y ya puestos, y teniendo en cuenta que la cabra suele tener
tendencia a tirar al monte, recuerdo cuando “El Colo” (José María Rodríguez
Colorado, ex director general de la Policía, que en paz descanse), puso el
huevo (económicamente hablando) con aquello de que eran las empresas de
seguridad privada las que tomaban el relevo a los cuerpos y fuerzas de
seguridad del Estado en la vigilancia y control de acceso a edificios
oficiales. De repente se pensó que ese trabajo lo podían hacer vigilantes jurados
y guardias de seguridad, mientras guardias civiles y policías se podían dedicar
a perseguir a los malos, que para eso se habían preparado. Aquello fue como la
fiebre del oro para las empresas de seguridad, pero mucho más para aquellas
que, contando con información privilegiada, supieron estar donde había que
estar y en el momento que había que estar. Lo de menos era que el presupuesto
que había para vigilancia se multiplicase, porque desde luego el sueldo de
policías y guardias civiles que hacían esas funciones no era, ni de lejos,
comparable con las tremendas y abultadas facturas que las empresas de seguridad
presentaban para su cobro al Estado, sino que presumiblemente el hecho de
liberar personal armado y suficientemente cualificado redundaría en mejores
porcentajes de seguridad en las calles. Entonces, digo yo, ¿no sería posible
hacer lo mismo con los detectives privados, atribuyéndoles trabajos que
permitan liberar igualmente a policías y guardias civiles de investigaciones,
digamos, de índole menor?
No parece de recibo, o al menos a mí no me lo parece, que
veamos a diario en la televisión a la policía investigando a pobres diablos que
estarían mejor de figurantes en cualquier capítulo de la novela picaresca
española que siendo perseguidos como peligrosos delincuentes. ¿No sería mejor
dedicar ese tiempo tan precioso a cuestiones más en la línea del grado de
alerta en el que nos encontramos desde hace ya mucho tiempo? Claro que, el
hecho de que la mayoría de detectives privados sean auténticos “llaneros solitarios”,
no ayuda mucho a que sean tenidos en cuenta como colaboradores policiales de
baja intensidad, tal vez si pertenecieran a grandes empresas, y esas empresas
pertenecieran a su vez a prohombres de la vida pública, esa en la que las
ramificaciones políticas penetran tanto como las raíces de las acacias
africanas en busca de agua, sería más que seguro que podríamos ver una
modificación de la ley en la que los detectives cumplieran labores de desahogo
policial y los dueños de esas empresas hicieran lo propio de su cargo, las
labores de un Dioni cualquiera sin necesidad de despeinarse, ni de comprarse
peluca.
Los celiacos ya pueden ir encontrando muchos productos en
los que el gluten se ha descartado avisando para ello con un preceptivo texto
de “sin gluten”, pero lo que nunca encontrarán, ni tampoco los que no somos
celiacos, es un aviso de “sin hipocresía vital” en el pan nuestro de cada día
que supone vivir rodeados de tanto parecer sin ser. Tendré que apagar la tele
más a menudo, esto no puede ser compatible con las alteraciones propias de la
primavera.