miércoles, 20 de marzo de 2019

La cajita de rapé

por María Rodríguez González-Moro
La cajita de rapé (Ediciones Maeva) es uno de esos libros que me llamó la atención por su titulo en una de mis visitas a librerías virtuales a las que soy tan asidua; un titulo y un autor que desconocía por completo, pero que aúna algunas de mis pasiones: historia, política, investigación y libros, no necesariamente por ese orden. Siempre me atrajo la historia de las cajas de rapé, esa imagen del señor decimonónico que se ausentaba de las reuniones y fiestas para ir a “echar un polvo”, una especie de ralladura elaborada con tabaco y otras “plantas medicinales” que se guardaba en unas cajitas que eran en algunos casos autenticas obras de arte.

La novela trascurre a mediados del siglo XIX con los últimos coletazos del reinado de Isabel II, reinado que se caracterizó por la inestabilidad política, donde se pasó de la década moderada al bienio progresista. Esta obra se desarrolla durante la crisis isabelina (1858-1863), con la alternancia en el poder entre Narváez y O’Donnell con su partido Unión Liberal. Es 1861, en los días anteriores a la apertura de las Cortes, donde las intrigas y presiones son más que evidentes, como bien refleja García-Pozuelo de una manera muy didáctica en la persona del inspector Benítez, quien se ve sometido a presiones políticas debiendo elegir entre escalar en su faceta profesional o ser consecuente con sus ideas, con su forma de ser y de pensar. Un periodo donde la policía está siendo remodelada para dotarla de una mayor profesionalidad, y donde todavía faltaba casi un siglo para que Locard  formulara  el principio de intercambio, principio que significó un avance importantísimo para la criminalística. Estamos en una época donde el olfato del policía y la iniciativa del investigador eran esenciales para resolver los delitos.

Criadas, porteros, cocheros, amas de llaves, políticos, banqueros, prostitutas, unos prófugos, un robo, un asesinato, una desaparición, un ofrecimiento, un articulo en prensa, una Cortes por constituirse, unos libros y tertulias de café se mezclan en el distrito de Latina, que con sus calles estrechas y retorcidas, junto a otras rectilíneas y espaciosas, unas silenciosas y otras bulliciosas, es la coctelera perfecta para desarrollar una trama que no deja indiferente a nadie. El caso de las alcarreñas es el escogido por el autor para comenzar la saga del inspector Benítez, o eso esperamos, que esto no quede aquí. El asesinato de la criada de una de las familias más influyentes de Madrid lleva a Benítez a desplegar su instinto policial, un asesinato que sin el olfato de un policía curtido en mil batallas podría haber quedado impune y ser producto simplemente de un robo asumiendo que la criada estaba en el lugar y el momento equivocado.

La prosa de Javier A. García–Pozuelo es ligera, pero no por ello menos minuciosa en las descripciones de un Madrid otoñal donde el frío comienza a hacer su aparición, un Madrid lleno de acentos de toda España, desde los asturianos de los mozos del cordel, pasando por las criadas alcarreñas, hasta manchegos, murcianos y extremeños, todos caben en ese Madrid. Junto a los acentos los atuendos que delatan el oficio, y también el miedo a la autoridad, a esa policía que siempre encuentra un fallo en el cumplimiento de la ley, un resquicio por donde apretar las tuercas para conseguir la información deseada. En este primer caso no llegamos a conocer del todo al inspector Benítez, viudo y con dos hijas, inquieto por la situación política y por el futuro de su hija pequeña y de su sobrino, que juega un papel importante en la resolución del caso, un Benítez que necesita cariño, pero no quiere comprometerse, un Benítez amante de la lectura y de los libros antiguos y que dará todo por resolver un caso que se complica conforme avanza su investigación.


He de reconocer que no conozco Madrid como me gustaría, pero el paseo al que me ha llevado el inspector Benítez ha hecho que me proponga volver a la ciudad y dedicarme a recorrer sus calles con una perspectiva distinta, con los ojos del inspector y, desde luego, espero que nos siga entreteniendo con investigaciones futuras y apasionantes como esta. 

viernes, 11 de enero de 2019

Yo, Detective

Por María Rodríguez González-Moro                                                               
Fundadora del Grupo para la Difusión de la Investigación y la Criminología (GDIC)

Una mujer maltratada cuyas reflexiones y miedos hace suyos el escritor y unos padres angustiados por la desaparición de su hijo son el eje de la novela, en ambos casos sobresale la impotencia de los protagonistas ante el giro que ha dado su vida.

En esta obra volvemos a encontrarnos con la soledad, esa “hiena insaciable” que persigue a nuestro detective y que en esta ocasión leemos con voz de mujer, de una mujer maltratada que debe abandonar su vida si quiere conservarla. Una soledad no buscada, esa soledad “hija de puta” impuesta a la protagonista del primer caso de Guerrero.

La protagonista hace una reflexión hacia la soledad reversible, el estar en casa sola donde nadie te dice qué hacer ni cómo hacerlo, un poder pequeño e insignificante como tener el mando de la televisión para una misma, de no vestirte o arreglarte, de comer a deshoras y lo que te apetezca. Pero es una soledad que se desvanece con una llamada a un amigo, a un familiar, una soledad que no es soledad sino poder, o sensación de poder; una soledad en cierta forma buscada y que no es soledad en puridad, pero que puede ser el primer paso hacia esa soledad que trae tristeza y abandono, una soledad que Carla describe como irreversible, no buscada, no querida, como la de esas personas a las que nadie echa en falta y mueren solas, esa soledad donde las preguntas se quedan en el aire porque ”no hay dos, estoy yo sola…”. Es la soledad de la que hay que alejarse, a la que hay que temer y nuestra protagonista le teme porque se enfrenta a un futuro incierto, o a un no futuro si el marido consigue encontrarla. Y es también Carla la que nos hace reflexionar sobre el exilio que implica sentirse sola en un mundo desconocido, sobre ser forastera de una misma, un exilio del que es imposible regresar.

El segundo caso que recoge el autor es un caso de actualidad, unos padres angustiados por la desaparición de su hijo acuden al detective con la esperanza de conseguir información, de volver a ver a su hijo. Aquí Guerrero vuelve a darnos una lección de investigación real, grabaciones legales, entrevistas, mucha comunicación no verbal, el no dar nada por hecho, ni tampoco por supuesto y, como siempre, la eterna desconfianza de Guerrero.

En esta ocasión el detective volará a la India, “al infierno de la paz interior”, lugar perfecto para reflexionar, para meditar sobre la vida. Se tropezará con la mafia india, desconfiará de todo y de todos, viajará hasta Benarés y temerá por su vida, aunque siempre tenga guardado en la recamara un plan b, como buen detective.

En esta novela he de reconocer que Guerrero me ha sorprendido, se presenta más maduro como escritor, como detective y como persona, me ha sorprendido por su forma de narrar la historia empleando la tercera persona, porque es un narrador el que nos conduce por las aventuras y desventuras del detective, haciendo que el alter ego del autor se desdibuje, cediendo protagonismo a otros actores. Su estilo al escribir es más intenso, más literario si se me permite la expresión, la preocupación casi obsesiva por el uso de los signos de puntuación confieren a esta obra más empaque como novela, como obra literaria a costa de la perdida de la libertad del Rafael Guerrero detective, que se encuentra más constreñido en las formas, en su lenguaje, en describirnos su vida, sus aventuras y desventuras.

Echo de menos al detective canalla, al detective conquistador y gourmet, al socarrón y “disfrutador” de la vida, al detective de un Guerrero entre halcones, donde descubrí un detective español real, mas allá de los detectives anglosajones, un libro que recomendé a mis alumnos. Al detective canalla, mitad real, mitad ficticio, de Muero y Vuelvo que me cautivó, me hizo reír a carcajadas y con el que comí y bebí. Ese detective de Ultimátum con el que viajé a lugares de leyenda destrozados por una guerra absurda. En Yo, Detective he viajado, sonreído y pensado, me ha hecho pensar mucho y me he enfadado con Rafael, con su recién estrenada madurez, o tal vez con quien estoy enfadada es conmigo misma y con esa madurez que llama insistentemente a la puerta y a la que no quiero dejar entrar refugiándome por enésima vez en la lectura de El Principito.


Con Yo, Detective Rafael Guerrero ha dado un gran paso como escritor, protegido por su alter ego que sigue teniendo mucha fuerza, un sello personal que no debe perder, no queremos perder al Bond español, al Areta contemporáneo, al detective canalla, socarrón, amante del buen vino y la buena comida, al conquistador nato, y eso no va a ocurrir, estoy segura, pues el título es toda una declaración.  Rafael Guerrero es y será detective pase lo que pase y pese a quien pese, incluso si debe pasar por encima del Rafael Guerrero escritor.