viernes, 10 de diciembre de 2021

TRES CENTÍMETROS

 

Por María Rodríguez González-Moro

Aquél hombre estaba tirado en la acera sobre un charco de sangre, yacía boca abajo y por momentos la gente se agolpaba a su alrededor para ver qué había ocurrido. Miraban hacia arriba como buscando el origen de su muerte, porque estaba claro que muerto estaba; hay muertos que parecen estarlo pero luego se arrepienten y resucitan, mientras hay otros que parecen estarlo y lo están, como debe ser en cada muerto que se precie.    Nadie se atrevía a tocarlo, era como esas obras callejeras en las que un mimo construye un momento mágico haciendo que, a partir de su silencio, las personas ni se atrevan a intuir lo que va a pasar a continuación.

Miro desde mi balcón preguntándome qué habrá podido llevar a aquél hombre a tomar una decisión tan definitiva en la que enmarcar la conclusión de sus días. Muchas veces yo también he pensado hacer lo mismo, quiero decir dejarme ir, no saltar al vacío, el vértigo me puede. Creo que todos pensamos alguna vez que estamos cansados de la vida y hasta hemos fantaseado sobre cuál sería la forma más adecuada de firmar el finiquito vital, pero en mi caso, los últimos tres años han sido un constante ir y venir por páginas de Internet en las que se habla sobre el tema buscando la formula alquímica que me permitiera transformar el plomo en oro, porque eso parecía mi vida, puro plomo, gris oscuro, y flirteaba con la idea de que esa luz cegadora al final del túnel tal vez pudiera convertirla en oro, en el oro de la liberación, porque soy de las que piensan que vivir sin colores no es vivir. Afortunadamente algo en mi interior me mantenía lejos de ejecutar esos pensamientos de tardes nostálgicas otoñales de lluvia de lágrimas.

Mi marido me pega, me grita, me ningunea, me llama zorra sin haber cobrado nunca por dejar que mi cuerpo fuera el guiñapo del oscuro objeto de sus deseos. Me casé con él porque me sonreía siempre, era capaz de decirme guapa a destiempo, de esas ocasiones en las que un piropo íntimo te descoloca y piensas que el amor te desborda. Nuestros primeros años fueron como vivir en un paraíso reducido a un piso de cuarenta metros, poco importaba que no hubiera playas infinitas, porque ya era suficientemente infinito nuestro amor. Pero algo pasó, un día me vio sentada en la terraza de un bar con dos amigas y nunca olvidaré que no apartaba la mirada de mis piernas, como si los tres centímetros que la falda subía de mi rodilla fueran motivo suficiente para estrujar todas nuestras pasiones nocturnas y nuestras cómplices miradas cafeteras matutinas, que fueron muchas.

A partir de ahí esos tres centímetros se convirtieron en tres años de humillaciones, de dolor, de miedo. Ahora están dando la vuelta a aquél hombre de la calle. ¡Es mi marido! Entro en mi habitación sin saber qué hacer y me encuentro otro cadáver. ¡Dios mío, soy yo con un cuchillo clavado en el corazón! Me pregunto cómo pudo matarme si mi corazón hace mucho que ya no estaba.