Por María Rodríguez González-Moro
Debo reconocer, aun a riesgo de
ser excomulgada, que el fútbol no se encuentra entre mis grandes pasiones, pero
también he de reconocer que, por pura simbiosis informativa, estoy un poco al
tanto de lo que se dice, aquí o allá, sobre sus muchas vicisitudes esféricas, y
hasta estratosféricas.
Una persona debería ser
considerada profundamente imbécil si no fuera consciente de las rebuscadas e infinitas
manipulaciones en este deporte, elevado a la categoría de negocio de manipulación
de masas, que ha levantado toda una industria mundial en base a jugar con
sentimientos localistas, capaces de generar en sus aficionados una suerte de
comunión espiritual con su club hasta el punto de representar algunos de los
pilares básicos de sus vidas.
Pero mi pretensión, al menos en
este artículo de estar por casa, no es analizar el concepto del fútbol, sino la
evidente, y poco presunta, trama criminal tejida en torno al mismo y a escala
planetaria. Asistir al desmantelamiento de una parte importante de la cúpula
directiva de la Federación
Internacional , acusada de soborno y fraude durante decenas de
años, no es menos impactante que ver la triste, lamentable, esperada y debida dimisión
de su omnipotente presidente, cuasi vitalicio, a pocos días de ser “reelegido”
por un harén de estómagos agradecidos que, visto lo visto, ofrecen un comportamiento
que se asemeja más al de cómplices necesarios que al de electores cualificados.
En los escritos jurídicos es fácil
encontrar la frase “solo o en compañía de otros”, y esa compañía, a veces,
puede ser tan amplia que se podría llegar a dudar de su propia estructura
criminal por la dificultad de manejar y coordinar tanta complicidad secreta, ya
que 209 asociaciones y federaciones afiliadas a la FIFA dan para mucho. Por
supuesto que la presunción de inocencia es tan sagrada que incluso debería
aplicarse a los directivos de las organizaciones futbolísticas, empezando por
los detenidos y por los a detener, pero los indicios son tantos, a nivel
popular, que la consecución de pruebas fehacientes no hace sino constatar que
nos encontramos ante la figura de un delito continuado y consentido de alcance
global. Y aún así, la debacle de querer limpiar debajo de las alfombras del fútbol
trae, y traerá consigo, en el mejor de los casos, presentes y futuras guerras
diplomáticas que mostrarán, tristemente, cómo algo tan simple como dar patadas
a una pelota, que antes era de trapo, se convierte en un problema mucho más
importante que otros muchos existentes y cuya comparación, simplemente, sería
inaceptable si lo que queremos es seguir manteniendo una mínima escala de valores
como seres humanos.
Al final lo que cuenta es que,
gracias al escándalo FIFA, se ha descubierto la relación entre la prostitución
y el balompié, y es que en ambos casos se puede verificar la existencia de mafias,
proxenetas, clientes complacientes, prostitutas y autoridades corruptas y, por
supuesto, todos ellos confluyen en lupanares desperdigados por el mundo, con o
sin luces de colores, en los que la testosterona sirve para ganar dinero, mucho
dinero. Si acaso, la diferencia es que los clientes de las prostitutas saben
que pagan por un placer efímero, mientras que los clientes del fútbol se tragan
toda la falsa estructura creada en unos colores, a veces considerados más
importantes que los de la propia bandera patria, como es público y notorio. Tal
vez lo único cierto del fútbol sea lo de echar la moneda a cara o cruz para
elegir terreno, pero hasta eso deberíamos poner bajo sospecha, porque hay tanta
cara en juego que lo mismo la moneda no tiene cruz.
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