Por María Rodríguez González-Moro
Coincide la bronca de las
grabaciones subrepticias al ministro del Interior, y al responsable de la Oficina
catalana contra el Fraude, con unas charlas que detectives privados ya en
ejercicio han dado a examinandos de la UNED con motivo del fin de curso.
Mientras leo lo publicado sobre la cuestión ministerial recuerdo las caras de
mis alumnos, las de los que hablaban instructivamente y las de los que
escuchaban con el interés del que se apresta a lo desconocido, y no puedo menos
que pensar qué pasará por sus cabezas cuando, año tras año, se les instruye
para que cumplan escrupulosamente con los requisitos de la Ley de Seguridad
Privada y, al tiempo, han de convivir con la podredumbre de la realidad, esa
que deja con el síndrome del pazguato a los que cumplen las normas y apuestan
por defender un sistema que parece una hidra de múltiples cabezas.
El descubrimiento y
revelación de los secretos es un delito, a ello le pone nombre y número el
Código Penal español, y podría ser constitutivo de agravio el que esos secretos
fueran arrancados en el propio despacho del ministro del Interior, pero no me
refiero tanto porque lo penal incida en ello, sino porque, más bien, el agravio
podría ser estupidiario, esto es, que entre dentro del campo de la estupidez
humana que alguien consiga semejante información de un lugar donde se tratan
temas de alta sensibilidad relacionados con la seguridad del Estado.
Naturalmente, en este caso, la estupidez no sería aplicable al que obtiene la
información, puesto que éste (solo o en compañía de otros) ya de por sí obtiene
el título de delincuente sin ni siquiera derecho a presunción de nada; me
refiero más bien a aquella persona que se ha dejado grabar contando con todos
los medios habidos y por haber para haberlo evitado. Evidentemente, como el
señor Ministro delega la función de la seguridad personal y de su entorno en
otras personas, el estúpido vendría a ser aquél a quien le han metido semejante
gol por la escuadra, el máximo responsable de la seguridad en el Ministerio,
siempre y cuando, por supuesto, que el mismo no forme parte, aquí sí
presuntamente, de la organización criminal necesaria para alcanzar los
objetivos.
En realidad, y aunque parezca
mentira, cuando escribo esto no estoy pensando en eternizarme en plan literario
sobre los múltiples y posibles elementos que han podido participar en la
grabación al Ministro, huelga decir que debe haber otras muchas grabaciones
porque eso es como la droga, una vez que la primera te ha gustado ya no eres
capaz de dejarlo; tampoco tengo intención de extenderme en el posible delito en
el que incurren de abrumadora manera masiva los medios de comunicación al
publicar y publicitar dichas grabaciones, y esto es así porque el derecho a la
información no puede nunca basarse en un delito previo, esto convierte al que
publica en cómplice necesario del agravio; ni siquiera voy a entrar a opinar sobre
la oportunidad de dar salida a estas grabaciones justo en un momento tan
delicado en el que está en juego el equilibrio político de la nación; y, por
supuesto, faltaría más, tampoco voy a manifestarme respecto de la obligación
del agraviado de dimitir de su cargo de ministro del Interior, dado que lo que
se desprende de las grabaciones, o se da a entender, por muy manipuladas,
sesgadas y tergiversadas que estén, o por muy subrepticio que sea el origen de
las mismas, es que estaba conspirando desde su cargo público para alterar el
orden de las cosas en beneficio de sus ideales políticos, al igual que quien
ahora las difunde. Pero nada de esto me interesa especialmente, sino más bien
donde quiero recalcar mi preocupación, como decía al principio, es en lo que
pueden pensar esos detectives privados que confían en mí para conocer cómo
cumplir la ley de su profesión y, sin embargo, han de ver cómo los que sí
ostentan el rango de autoridad a partir de una placa se permiten señorearse en
el delito como si la ley no fuera con ellos. Y esto no es de recibo, porque las
leyes son para todos, o deberían serlo, por mucho que la actualidad nos
demuestre con frenética intensidad que lo que creíamos correcto, fiable,
seguro, no es más que un espejismo tras el que se esconde un submundo obsceno.
Así las cosas, parece que
pedir a mis alumnos lealtad a lo aprendido no sería más que una quimera mental similar
a la que tienen (tenemos) los abogados cuando terminamos la carrera y creemos
que vamos a cambiar el mundo desde el punto de vista de la justicia y la
equidad. ¡Qué pardillos togados somos! los recovecos de la legalidad son tan
intrincados y alambicados que, a todo aquél que tardase más de un año en darse
cuenta después de haber obtenido el título, casi habría que darle una subvención
colegial para realizarse una terapia de psicoanálisis. Aún así, y a pesar de
las circunstancias, nunca hay que dejar de pensar que el bien triunfará sobre
el mal, pero por si acaso seamos un poco malos para mimetizarnos con el
sistema, como los camaleones.
Magistral artículo. Al fin y a la postre llevo días pensando precísmante sobre todo ello. Han delinquido todos y aquí no pasa nada. Desde un Ministro que encarga investigaciones criminales sin pruebas indiciarias que la abran de oficio (si se quiere combatir el independentismo lo único que hay que hacer es cumplir y hacer cumplir la Ley), como quien practica y difunde las escuchas, prensa incluída.
ResponderEliminarY es cierto, uno se queda con cara de bobo debido al diferente rasero al que le someten. Lo que no es válido para unos sí lo es para otros.
Ricardo.
Efectivamente.
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