jueves, 23 de junio de 2016

De secreta proditionis

Por María Rodríguez González-Moro 


Coincide la bronca de las grabaciones subrepticias al ministro del Interior, y al responsable de la Oficina catalana contra el Fraude, con unas charlas que detectives privados ya en ejercicio han dado a examinandos de la UNED con motivo del fin de curso. Mientras leo lo publicado sobre la cuestión ministerial recuerdo las caras de mis alumnos, las de los que hablaban instructivamente y las de los que escuchaban con el interés del que se apresta a lo desconocido, y no puedo menos que pensar qué pasará por sus cabezas cuando, año tras año, se les instruye para que cumplan escrupulosamente con los requisitos de la Ley de Seguridad Privada y, al tiempo, han de convivir con la podredumbre de la realidad, esa que deja con el síndrome del pazguato a los que cumplen las normas y apuestan por defender un sistema que parece una hidra de múltiples cabezas.

El descubrimiento y revelación de los secretos es un delito, a ello le pone nombre y número el Código Penal español, y podría ser constitutivo de agravio el que esos secretos fueran arrancados en el propio despacho del ministro del Interior, pero no me refiero tanto porque lo penal incida en ello, sino porque, más bien, el agravio podría ser estupidiario, esto es, que entre dentro del campo de la estupidez humana que alguien consiga semejante información de un lugar donde se tratan temas de alta sensibilidad relacionados con la seguridad del Estado. Naturalmente, en este caso, la estupidez no sería aplicable al que obtiene la información, puesto que éste (solo o en compañía de otros) ya de por sí obtiene el título de delincuente sin ni siquiera derecho a presunción de nada; me refiero más bien a aquella persona que se ha dejado grabar contando con todos los medios habidos y por haber para haberlo evitado. Evidentemente, como el señor Ministro delega la función de la seguridad personal y de su entorno en otras personas, el estúpido vendría a ser aquél a quien le han metido semejante gol por la escuadra, el máximo responsable de la seguridad en el Ministerio, siempre y cuando, por supuesto, que el mismo no forme parte, aquí sí presuntamente, de la organización criminal necesaria para alcanzar los objetivos.

En realidad, y aunque parezca mentira, cuando escribo esto no estoy pensando en eternizarme en plan literario sobre los múltiples y posibles elementos que han podido participar en la grabación al Ministro, huelga decir que debe haber otras muchas grabaciones porque eso es como la droga, una vez que la primera te ha gustado ya no eres capaz de dejarlo; tampoco tengo intención de extenderme en el posible delito en el que incurren de abrumadora manera masiva los medios de comunicación al publicar y publicitar dichas grabaciones, y esto es así porque el derecho a la información no puede nunca basarse en un delito previo, esto convierte al que publica en cómplice necesario del agravio; ni siquiera voy a entrar a opinar sobre la oportunidad de dar salida a estas grabaciones justo en un momento tan delicado en el que está en juego el equilibrio político de la nación; y, por supuesto, faltaría más, tampoco voy a manifestarme respecto de la obligación del agraviado de dimitir de su cargo de ministro del Interior, dado que lo que se desprende de las grabaciones, o se da a entender, por muy manipuladas, sesgadas y tergiversadas que estén, o por muy subrepticio que sea el origen de las mismas, es que estaba conspirando desde su cargo público para alterar el orden de las cosas en beneficio de sus ideales políticos, al igual que quien ahora las difunde. Pero nada de esto me interesa especialmente, sino más bien donde quiero recalcar mi preocupación, como decía al principio, es en lo que pueden pensar esos detectives privados que confían en mí para conocer cómo cumplir la ley de su profesión y, sin embargo, han de ver cómo los que sí ostentan el rango de autoridad a partir de una placa se permiten señorearse en el delito como si la ley no fuera con ellos. Y esto no es de recibo, porque las leyes son para todos, o deberían serlo, por mucho que la actualidad nos demuestre con frenética intensidad que lo que creíamos correcto, fiable, seguro, no es más que un espejismo tras el que se esconde un submundo obsceno.


Así las cosas, parece que pedir a mis alumnos lealtad a lo aprendido no sería más que una quimera mental similar a la que tienen (tenemos) los abogados cuando terminamos la carrera y creemos que vamos a cambiar el mundo desde el punto de vista de la justicia y la equidad. ¡Qué pardillos togados somos! los recovecos de la legalidad son tan intrincados y alambicados que, a todo aquél que tardase más de un año en darse cuenta después de haber obtenido el título, casi habría que darle una subvención colegial para realizarse una terapia de psicoanálisis. Aún así, y a pesar de las circunstancias, nunca hay que dejar de pensar que el bien triunfará sobre el mal, pero por si acaso seamos un poco malos para mimetizarnos con el sistema, como los camaleones.   

3 comentarios:

  1. Magistral artículo. Al fin y a la postre llevo días pensando precísmante sobre todo ello. Han delinquido todos y aquí no pasa nada. Desde un Ministro que encarga investigaciones criminales sin pruebas indiciarias que la abran de oficio (si se quiere combatir el independentismo lo único que hay que hacer es cumplir y hacer cumplir la Ley), como quien practica y difunde las escuchas, prensa incluída.

    Y es cierto, uno se queda con cara de bobo debido al diferente rasero al que le someten. Lo que no es válido para unos sí lo es para otros.

    Ricardo.

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