sábado, 8 de agosto de 2015

La delgada línea de la privacidad en una relación

Por María Rodríguez González-Moro

Siempre me pareció muy macabro eso de “Hasta que la muerte nos separe”, nunca pude dejar de pensar en el hecho imprescindible de que uno de los dos habría de morir en una pareja, anteponiendo esta realidad mortuoria a cualquier otra concepción de la imposibilidad vital de vivir en comunidad, sea cual sea la formula elegida para ello. Es decir, si se está bien con el respectivo, respectiva o neutro, vendría a ser lo mismo que si se está mal, porque aquí lo que cuenta es que la única que tiene poder de disolución es la de la guadaña. ¿Qué cosas, no?

La verdad, pensándolo bien, es que tampoco resultaba tan descabellada la imposición católica de ser separados solo por la muerte porque, habida cuenta de la cultura predominante, la cual en muchos casos perdura en nuestros días, cualquiera de los cónyuges podía acelerar el proceso dejándose llevar por los celos patológicos que llegó a generar semejante imposición de la convivencia. La frasecita “Si no eres para mí, no eres para nadie” ha dado también mucho juego a los amantes de broncas, insultos, bofetadas, puñetazos, puñaladas, disparos y todo tipo de artimañas relacionadas con ser separados por la muerte, lo que conlleva en muchos casos el efecto contrario, esto es, no morir físicamente pero sufrir una muerte en vida, que no se sabe qué es peor.

Las parejas de antes, llámense novios, matrimonios o amantes, disfrutaban sufriendo de lo que podríamos denominar “privacidad compartida”, casi una paradoja legal, pues todavía no está del todo claro si la privacidad en pareja es de cada uno de los que la conforman o, ineludiblemente, la privacidad de uno ha de ir unida a la del otro cuando los hechos objetos de dicha privacidad son realizados de mutuo acuerdo. Lo cierto es que, antes, era impensable que una mujer, o un hombre, pudiera recibir cartas de una persona de sexo contrario sin que la otra parte quisiera saber, por imperativo legal incluso, quién la enviaba y qué ponía. Es más, aunque no mediase documento escrito, cualquier desliz de simpatía no procedente hacia el sexo opuesto podía ser tomado como una afrenta al honor, de ahí que no hace tanto tiempo que la Justicia tuviera cierta mano ancha cuando el reo (casi siempre masculino), lo era por haber cometido una acción en vías de salvaguardar su honor, dándose casos tan incomprensibles en nuestros días como el ser simplemente desterrados de la ciudad por haber matado al amante agresor del sacramento matrimonial.

Pero las cosas han cambiado, y de qué manera. Ahora una pareja de dos puede tener intimidades individuales con mil almas diferentes, y me quedo corta, ya que el entorno virtual ha dado paso a toda una comunidad de bienes privativos en lo tocante a la vida personal de cada cual. Si antes nadie podía imaginar que uno de los cónyuges ocultase el contenido de una carta que ha sido vista por su pareja, ahora sucede todo lo contrario, lo inimaginable es que a alguien se le pase por la cabeza pedir las contraseñas de Email, Whatsapp, Facebook o cualquiera otra de las muchas posibilidades comunicativas actuales de las que cada pareja disfruta por separado. Y, si esto es así, es porque los conceptos sociales de la privacidad individual se han modificado dando un giro de 180º, por lo que cada miembro de la pareja habrá de emplearse a fondo, como toda la vida de Dios se ha hecho, para mantener la estabilidad conyugal, solo que ahora sin darle la más mínima importancia a que la persona que comparte cama con nosotros tenga que estar respondiendo mensajes incógnitos a no importa qué hora del día o la noche.
Si tomamos el tiempo de dar una vuelta, aunque sea rápida, por el Código Penal español, veremos que no solo es que esté penado descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, sino que en cierto modo el delito adquiere más gravedad si quien lo comete y difunde es el propio cónyuge, dado que se le supone una fidelidad prevalente a la rotura de la intimidad del otro. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el hecho de que el cónyuge, cuya intimidad ha sido vulnerada, fuera o no fiel a la presunta fidelidad prometida en el momento de ardor inicial de amor eterno con su ahora espía, y esto es así porque la infidelidad ya no se resuelve en los tribunales, ni siquiera en el campo del honor, si acaso en la barra de un bar tomando una copa tras otra para olvidar.

De cuando en cuando, llegan noticias de personas a las que se ha pillado espiando a su pareja, sin que ello tenga que ver con una presunta detección de infidelidad, sino simplemente como efecto neutralizador de la libertad propia existente del otro, es decir, personas que no terminan de asimilar lo de que cada uno es cada uno y cada cual puede hacer de su capa un sayo que han traído los nuevos tiempos. A estos pillados, o pilladas, para no caer en disfunciones de género, de partida se les detiene unas horas, no suele ser más, hasta que se les comunica que están acusados de vulnerar el 197, cosa que, al menos hasta que recaiga sentencia firme, lo que podría conllevar pena de prisión, no suele preocuparles mucho, porque su intención era enterarse de algo más importante para ellos que el bien que perjudicaban, en resumen, lo que querían saber era si les estaban poniendo los cuernos.

Llegados a este punto, al menos yo me pregunto dónde empieza la relación y dónde acaba la privacidad; dónde empieza la confianza y dónde acaban los celos; dónde empieza la intimidad y dónde acaban las sospechas. Una vez leí una frase que decía: “Si amas a alguien dale libertad, si tienes que acosarle lo más probable es que no fuera para ti”. Gran certeza, pero la realidad es muy diferente. Se instalan programas espías en los dispositivos electrónicos de las parejas para saber con quién o quiénes se escriben, se intercambian fotos o se llaman. Se utiliza después esa información, en la mayoría de los casos negligentemente, para acosar a la parte vigilada con ironías o preguntas que, antes o después, la llevarán a intuir que algo está pasando, porque no resulta normal que el acosador disponga de esa información. Esto me recuerda a Gila, el cómico, cuando en una de sus actuaciones se pasea por delante de un sospechoso de asesinato y dice, como disimulando: “Alguien ha matado a alguieeennn”.


Dejando de lado las bromas, e incluso la legislación vigente, lo que es público y notorio es que las relaciones interpersonales se están modificando de tal manera que pronto terminará resultando prácticamente imposible interactuar con una sola persona, cuando resulta que podemos optar por hacerlo con miles y de cualquier parte del planeta. El concepto del amor se verá irremediablemente modificado con el paso del tiempo, porque cada vez las comunicaciones serán mejores y más avanzadas, mientras que el amor privativo, y a estas alturas cuasi patológico por celotímico, habrá quedado sepultado entre papeles de divorcio o sentencias judiciales por delitos contra la intimidad. El ser humano no volverá a ser el que era, lo que por una parte no deja de ser una buena noticia, porque compartir el ser con otro, es ser medio ser propio sin llegar a ser medio ser del otro, ya que esa mitad que nos falta o la regalamos a nuestra pareja o nos la quita de todas formas. Evolucionaremos posiblemente hacia el “homo autonomus”, pero mientras eso llega, mientras somos diferentes de lo que estamos empezando a ser ahora, la delgada línea de la privacidad en una relación seguirá marcando inexorablemente el devenir de nuestras relaciones, nuestros sentimientos y nuestra propia existencia.

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