Por María Rodríguez González-Moro
Siempre me pareció muy macabro
eso de “Hasta que la muerte nos separe”, nunca pude dejar de pensar en el hecho
imprescindible de que uno de los dos habría de morir en una pareja,
anteponiendo esta realidad mortuoria a cualquier otra concepción de la imposibilidad
vital de vivir en comunidad, sea cual sea la formula elegida para ello. Es
decir, si se está bien con el respectivo, respectiva o neutro, vendría a ser lo
mismo que si se está mal, porque aquí lo que cuenta es que la única que tiene
poder de disolución es la de la guadaña. ¿Qué cosas, no?
La verdad, pensándolo bien, es
que tampoco resultaba tan descabellada la imposición católica de ser separados
solo por la muerte porque, habida cuenta de la cultura predominante, la cual en
muchos casos perdura en nuestros días, cualquiera de los cónyuges podía
acelerar el proceso dejándose llevar por los celos patológicos que llegó a
generar semejante imposición de la convivencia. La frasecita “Si no eres para
mí, no eres para nadie” ha dado también mucho juego a los amantes de broncas,
insultos, bofetadas, puñetazos, puñaladas, disparos y todo tipo de artimañas
relacionadas con ser separados por la muerte, lo que conlleva en muchos casos
el efecto contrario, esto es, no morir físicamente pero sufrir una muerte en
vida, que no se sabe qué es peor.
Las parejas de antes, llámense
novios, matrimonios o amantes, disfrutaban sufriendo de lo que podríamos
denominar “privacidad compartida”, casi una paradoja legal, pues todavía no
está del todo claro si la privacidad en pareja es de cada uno de los que la
conforman o, ineludiblemente, la privacidad de uno ha de ir unida a la del otro
cuando los hechos objetos de dicha privacidad son realizados de mutuo acuerdo.
Lo cierto es que, antes, era impensable que una mujer, o un hombre, pudiera
recibir cartas de una persona de sexo contrario sin que la otra parte quisiera
saber, por imperativo legal incluso, quién la enviaba y qué ponía. Es más, aunque
no mediase documento escrito, cualquier desliz de simpatía no procedente hacia
el sexo opuesto podía ser tomado como una afrenta al honor, de ahí que no hace
tanto tiempo que la Justicia
tuviera cierta mano ancha cuando el reo (casi siempre masculino), lo era por
haber cometido una acción en vías de salvaguardar su honor, dándose casos tan
incomprensibles en nuestros días como el ser simplemente desterrados de la
ciudad por haber matado al amante agresor del sacramento matrimonial.
Pero las cosas han cambiado, y de
qué manera. Ahora una pareja de dos puede tener intimidades individuales con
mil almas diferentes, y me quedo corta, ya que el entorno virtual ha dado paso
a toda una comunidad de bienes privativos en lo tocante a la vida personal de
cada cual. Si antes nadie podía imaginar que uno de los cónyuges ocultase el
contenido de una carta que ha sido vista por su pareja, ahora sucede todo lo
contrario, lo inimaginable es que a alguien se le pase por la cabeza pedir las
contraseñas de Email, Whatsapp, Facebook o cualquiera otra de las muchas
posibilidades comunicativas actuales de las que cada pareja disfruta por
separado. Y, si esto es así, es porque los conceptos sociales de la privacidad
individual se han modificado dando un giro de 180º, por lo que cada miembro de
la pareja habrá de emplearse a fondo, como toda la vida de Dios se ha hecho,
para mantener la estabilidad conyugal, solo que ahora sin darle la más mínima
importancia a que la persona que comparte cama con nosotros tenga que estar
respondiendo mensajes incógnitos a no importa qué hora del día o la noche.
Si tomamos el tiempo de dar una
vuelta, aunque sea rápida, por el Código Penal español, veremos que no solo es
que esté penado descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, sino
que en cierto modo el delito adquiere más gravedad si quien lo comete y difunde
es el propio cónyuge, dado que se le supone una fidelidad prevalente a la rotura
de la intimidad del otro. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el hecho
de que el cónyuge, cuya intimidad ha sido vulnerada, fuera o no fiel a la
presunta fidelidad prometida en el momento de ardor inicial de amor eterno con
su ahora espía, y esto es así porque la infidelidad ya no se resuelve en los
tribunales, ni siquiera en el campo del honor, si acaso en la barra de un bar
tomando una copa tras otra para olvidar.
De cuando en cuando, llegan
noticias de personas a las que se ha pillado espiando a su pareja, sin que ello
tenga que ver con una presunta detección de infidelidad, sino simplemente como
efecto neutralizador de la libertad propia existente del otro, es decir,
personas que no terminan de asimilar lo de que cada uno es cada uno y cada cual
puede hacer de su capa un sayo que han traído los nuevos tiempos. A estos
pillados, o pilladas, para no caer en disfunciones de género, de partida se les
detiene unas horas, no suele ser más, hasta que se les comunica que están
acusados de vulnerar el 197, cosa que, al menos hasta que recaiga sentencia
firme, lo que podría conllevar pena de prisión, no suele preocuparles mucho,
porque su intención era enterarse de algo más importante para ellos que el bien
que perjudicaban, en resumen, lo que querían saber era si les estaban poniendo
los cuernos.
Llegados a este punto, al menos
yo me pregunto dónde empieza la relación y dónde acaba la privacidad; dónde
empieza la confianza y dónde acaban los celos; dónde empieza la intimidad y
dónde acaban las sospechas. Una vez leí una frase que decía: “Si amas a alguien
dale libertad, si tienes que acosarle lo más probable es que no fuera para ti”.
Gran certeza, pero la realidad es muy diferente. Se instalan programas espías
en los dispositivos electrónicos de las parejas para saber con quién o quiénes
se escriben, se intercambian fotos o se llaman. Se utiliza después esa
información, en la mayoría de los casos negligentemente, para acosar a la parte
vigilada con ironías o preguntas que, antes o después, la llevarán a intuir que
algo está pasando, porque no resulta normal que el acosador disponga de esa
información. Esto me recuerda a Gila, el cómico, cuando en una de sus
actuaciones se pasea por delante de un sospechoso de asesinato y dice, como
disimulando: “Alguien ha matado a alguieeennn”.
Dejando de lado las bromas, e
incluso la legislación vigente, lo que es público y notorio es que las
relaciones interpersonales se están modificando de tal manera que pronto
terminará resultando prácticamente imposible interactuar con una sola persona,
cuando resulta que podemos optar por hacerlo con miles y de cualquier parte del
planeta. El concepto del amor se verá irremediablemente modificado con el paso
del tiempo, porque cada vez las comunicaciones serán mejores y más avanzadas,
mientras que el amor privativo, y a estas alturas cuasi patológico por
celotímico, habrá quedado sepultado entre papeles de divorcio o sentencias
judiciales por delitos contra la intimidad. El ser humano no volverá a ser el
que era, lo que por una parte no deja de ser una buena noticia, porque
compartir el ser con otro, es ser medio ser propio sin llegar a ser medio ser
del otro, ya que esa mitad que nos falta o la regalamos a nuestra pareja o nos
la quita de todas formas. Evolucionaremos posiblemente hacia el “homo autonomus”,
pero mientras eso llega, mientras somos diferentes de lo que estamos empezando
a ser ahora, la delgada línea de la privacidad en una relación seguirá marcando
inexorablemente el devenir de nuestras relaciones, nuestros sentimientos y
nuestra propia existencia.
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