domingo, 16 de agosto de 2015

La pérfida sensación del mal

Por María Rodríguez González-Moro

No creo que extrañe a nadie si afirmo que, como me considero una mujer optimista, entiendo que el mundo, y la vida misma, son algo maravilloso por lo que merece la pena brindar con la frecuencia que haga falta. Si un día hace sol podemos disfrutar de la energía que ello conlleva, pero incluso si el día fuera nublado podemos igualmente disfrutar de los azules plomizos de las nubes, especialmente si estamos en el campo y éstos contrastan con el verde de la hierba. A poco que nos lo propongamos podremos reírnos de casi cualquier cosa y ver el vaso medio lleno, aún cuando, con relativa frecuencia, nos preguntemos por qué estará medio vacío. Sabemos que casi todos los problemas tienen una solución y que basta con conservar la calma para encontrarla. En fin, en general la vida es bella, pero no podemos obviar que también tiene sus momentos trágicos y que éstos, a veces, superan con creces nuestra propia capacidad imaginativa.

Por poner algún ejemplo, me centraré en tres sucesos acaecidos en los últimos días los cuales, por su propia naturaleza, llaman la atención lo suficiente como para efectuar sobre ellos un mínimo análisis valorativo, mismo si no tenemos más que las referencias informativas que cualquiera puede saber y no contamos con datos objetivos que permitan auscultarlos en profundidad. Por supuesto los imputados en las tres situaciones son siempre presuntos, presuntos asesinos, presuntos homicidas, presuntos lo que sea hasta que se demuestre lo contrario, incluso hasta que se demuestre su cordura, igualmente presunta.

El primero de ellos es el del padre que mató a sus dos hijas de 4 y 9 años cortándoles el cuello con una sierra radial. Al parecer este hombre estaba separado y, aunque las hijas vivían con su exmujer, en ese momento se encontraban con él. El odio que sentía por ella era tal que le llevó a tomar una sierra y acabar con la vida de las pequeñas de manera tan salvaje.

El segundo caso es el de una madre que degolló a su bebé de tres meses en el altar de la capilla de un cementerio. Y podía haberlo hecho también con su hija de tres años de no ser porque la abuela no le dejó llevársela.

El tercer caso es el de un individuo que asesina a su exnovia cuando ésta va a su casa a recoger sus enseres, y de paso también lo hace con una amiga de la exnovia que la acompañaba porque, previsiblemente, no se fiaba mucho de la reacción que pudiera tener el sujeto.

Los tres casos son diferentes y diferentes son también las causalidades y comportamientos que los provocaron, aunque en todos ellos hay una línea de unión, una especie de base sobre la que asentar algunas reflexiones. En el del padre que decide acabar con la vida de sus hijas pequeñas, el trasfondo es hacer daño a la madre de éstas más que a las niñas en sí, es decir, las niñas sirvieron como simples elementos canalizadores de una perversión psicopatológica irreductible, que llevó al cerebro del padre a cortocircuitarse hasta el punto de utilizar, ni más ni menos, que una sierra radial para ejecutar tan macabro propósito. Puedo imaginar, en caso de que las niñas estuvieran conscientes en el momento de la ejecución, el tremendo ruido de la sierra, las salpicaduras de sangre a metros de distancia y, lo que es peor, el espectáculo al que estaba asistiendo la que todavía estaba con vida y esperaba su turno. Y todo ello realizado, no olvidemos, por alguien en quien ellas depositaban su confianza total, porque se trataba de “papá”, no de cualquier degenerado que las hubiera podido secuestrar.

El caso de la madre que degolló a su bebé de tres meses, al menos hasta el momento, no parece tener un móvil de venganza, sino que todos los indicios apuntan a una posible depresión grave postparto, por lo que lo dejaremos en eso hasta que se sepan más detalles. La operativa en todo caso fue parecida a la del hombre que cortó el cuello a sus hijas, primero intenta llevarse a sus dos hijos a su terreno, pero solo lo consigue con el bebé, ya que la falta de confianza y el instinto de su madre, abuela de los niños, las llevan a un forcejeo y a que al menos la niña de tres años se quede en casa, lo que le salvó la vida. Una vez con el bebé en su poder va a un cementerio, lo deposita en el altar de la capilla y le corta el cuello con un cuchillo, alegando posteriormente que ella tiene el demonio dentro.

En el caso de un hombre que mata a su exnovia y a la amiga, éste también necesita de una dinámica similar, que la víctima se encuentre en el terreno del asesino. La única diferencia es que aquí la amiga juega el papel de artista invitada, puesto que, por lo que se sabe, él únicamente esperaba que acudiera la que fuera su pareja, aunque esto no lo hizo cambiar de planes, lo cual no deja de sorprenderme, puesto que, por pura lógica criminal, lo suyo habría sido esperar a mejor ocasión. Este hecho, el que le diera igual dos que una, nos ha de retrotraer a los otros dos casos en los que, el episodio psicopatológico del momento, supera el uso de la inteligencia necesaria en un caso con evidencias de premeditación.


En las tres situaciones se da la circunstancia de la premeditación, los tres agresores llevaron a las víctimas a su terreno y hasta se proveyeron de las armas del crimen, o de los elementos necesarios para cumplir su propósito con la debida antelación, pero también se puede observar una tendencia indudable a la anomalía psíquica, si bien es en el segundo caso, el de la madre que se creía poseída, donde pueda parecer más evidente. Una persona que pretende matar a sus hijas menores por venganza hacia su exmujer tiene muchos medios a su alcance para evitar en lo posible el sufrimiento, sin embargo pareció disfrutar días antes con la preparación del crimen, cuando fue a una ferretería conocida a comprar la radial y bromeó con el dependiente sobre si sería eficaz cortando dedos y si se prestaba voluntario para probar su eficacia. A la madre que organizó una suerte de rito satánico no le habría costado mucho acabar con la vida del pequeño bebé rápidamente, pero optó por una formula mucho más terrible. Y al que planeó la muerte de su exnovia, y a falta de conocer cómo se efectuó, no le influyó la compañía sorpresiva de su amiga, ni le asaltaron remordimientos sabiendo que yacerían boca abajo bañadas en cal. Es decir, a la vista de las circunstancias, cabría iniciar un debate sobre la posible imputabilidad que produce en el sujeto la causa penal desprendida de sus acciones o, si bien, lo procedente sería entender la enajenación mental prolongada en el tiempo como concepto psicológico que no impide al individuo actuar de manera inteligente, pero que sí lo lleva a efectuar acciones compatibles con el desorden psiquiátrico. Y esto es importante porque corremos el riesgo de llenar las cárceles de personas que habrían de estar en instituciones psiquiátricas, sobre todo si tenemos en cuenta que el objetivo último de una pena carcelaria es la rehabilitación para la reinserción del penado en la sociedad, algo que resultaría imposible en el caso de que a quien se pretenda rehabilitar sea a alguien con unos patrones mentales diferenciados de la generalidad. A modo de anécdota traigo a colación la noticia falsa que ha tenido un gran recorrido viral, incluso en medios de comunicación, en la que se narra que un individuo ha asesinado a su amigo invisible. Por muy falsa y muy de risa que pueda resultar, hay algo que esta noticia nos transmite, y es que ya tomamos el hecho criminal como algo tan cotidiano que cualquiera que fuera la víctima la asumimos hasta que llegue la siguiente. Y si hay algo que concurre en todos los casos, tanto los meridianamente claros como los susceptibles de discusión, es que la pérfida sensación del mal lo inunda todo.

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