Por María Rodríguez González-Moro
No creo que extrañe a nadie si
afirmo que, como me considero una mujer optimista, entiendo que el mundo, y la
vida misma, son algo maravilloso por lo que merece la pena brindar con la
frecuencia que haga falta. Si un día hace sol podemos disfrutar de la energía
que ello conlleva, pero incluso si el día fuera nublado podemos igualmente
disfrutar de los azules plomizos de las nubes, especialmente si estamos en el
campo y éstos contrastan con el verde de la hierba. A poco que nos lo
propongamos podremos reírnos de casi cualquier cosa y ver el vaso medio lleno,
aún cuando, con relativa frecuencia, nos preguntemos por qué estará medio
vacío. Sabemos que casi todos los problemas tienen una solución y que basta con
conservar la calma para encontrarla. En fin, en general la vida es bella, pero
no podemos obviar que también tiene sus momentos trágicos y que éstos, a veces,
superan con creces nuestra propia capacidad imaginativa.
Por poner algún ejemplo, me
centraré en tres sucesos acaecidos en los últimos días los cuales, por su
propia naturaleza, llaman la atención lo suficiente como para efectuar sobre
ellos un mínimo análisis valorativo, mismo si no tenemos más que las
referencias informativas que cualquiera puede saber y no contamos con datos
objetivos que permitan auscultarlos en profundidad. Por supuesto los imputados
en las tres situaciones son siempre presuntos, presuntos asesinos, presuntos
homicidas, presuntos lo que sea hasta que se demuestre lo contrario, incluso
hasta que se demuestre su cordura, igualmente presunta.
El primero de ellos es el del
padre que mató a sus dos hijas de 4 y 9 años cortándoles el cuello con una
sierra radial. Al parecer este hombre estaba separado y, aunque las hijas
vivían con su exmujer, en ese momento se encontraban con él. El odio que sentía
por ella era tal que le llevó a tomar una sierra y acabar con la vida de las
pequeñas de manera tan salvaje.
El segundo caso es el de una
madre que degolló a su bebé de tres meses en el altar de la capilla de un
cementerio. Y podía haberlo hecho también con su hija de tres años de no ser
porque la abuela no le dejó llevársela.
El tercer caso es el de un
individuo que asesina a su exnovia cuando ésta va a su casa a recoger sus
enseres, y de paso también lo hace con una amiga de la exnovia que la
acompañaba porque, previsiblemente, no se fiaba mucho de la reacción que
pudiera tener el sujeto.
Los tres casos son diferentes y
diferentes son también las causalidades y comportamientos que los provocaron,
aunque en todos ellos hay una línea de unión, una especie de base sobre la que
asentar algunas reflexiones. En el del padre que decide acabar con la vida de
sus hijas pequeñas, el trasfondo es hacer daño a la madre de éstas más que a
las niñas en sí, es decir, las niñas sirvieron como simples elementos
canalizadores de una perversión psicopatológica irreductible, que llevó al
cerebro del padre a cortocircuitarse hasta el punto de utilizar, ni más ni
menos, que una sierra radial para ejecutar tan macabro propósito. Puedo
imaginar, en caso de que las niñas estuvieran conscientes en el momento de la
ejecución, el tremendo ruido de la sierra, las salpicaduras de sangre a metros
de distancia y, lo que es peor, el espectáculo al que estaba asistiendo la que
todavía estaba con vida y esperaba su turno. Y todo ello realizado, no
olvidemos, por alguien en quien ellas depositaban su confianza total, porque se
trataba de “papá”, no de cualquier degenerado que las hubiera podido
secuestrar.
El caso de la madre que degolló a
su bebé de tres meses, al menos hasta el momento, no parece tener un móvil de
venganza, sino que todos los indicios apuntan a una posible depresión grave
postparto, por lo que lo dejaremos en eso hasta que se sepan más detalles. La
operativa en todo caso fue parecida a la del hombre que cortó el cuello a sus
hijas, primero intenta llevarse a sus dos hijos a su terreno, pero solo lo
consigue con el bebé, ya que la falta de confianza y el instinto de su madre,
abuela de los niños, las llevan a un forcejeo y a que al menos la niña de tres
años se quede en casa, lo que le salvó la vida. Una vez con el bebé en su poder
va a un cementerio, lo deposita en el altar de la capilla y le corta el cuello
con un cuchillo, alegando posteriormente que ella tiene el demonio dentro.
En el caso de un hombre que mata
a su exnovia y a la amiga, éste también necesita de una dinámica similar, que
la víctima se encuentre en el terreno del asesino. La única diferencia es que
aquí la amiga juega el papel de artista invitada, puesto que, por lo que se
sabe, él únicamente esperaba que acudiera la que fuera su pareja, aunque esto
no lo hizo cambiar de planes, lo cual no deja de sorprenderme, puesto que, por
pura lógica criminal, lo suyo habría sido esperar a mejor ocasión. Este hecho,
el que le diera igual dos que una, nos ha de retrotraer a los otros dos casos
en los que, el episodio psicopatológico del momento, supera el uso de la
inteligencia necesaria en un caso con evidencias de premeditación.
En las tres situaciones se da la
circunstancia de la premeditación, los tres agresores llevaron a las víctimas a
su terreno y hasta se proveyeron de las armas del crimen, o de los elementos
necesarios para cumplir su propósito con la debida antelación, pero también se
puede observar una tendencia indudable a la anomalía psíquica, si bien es en el
segundo caso, el de la madre que se creía poseída, donde pueda parecer más
evidente. Una persona que pretende matar a sus hijas menores por venganza hacia
su exmujer tiene muchos medios a su alcance para evitar en lo posible el
sufrimiento, sin embargo pareció disfrutar días antes con la preparación del
crimen, cuando fue a una ferretería conocida a comprar la radial y bromeó con
el dependiente sobre si sería eficaz cortando dedos y si se prestaba voluntario
para probar su eficacia. A la madre que organizó una suerte de rito satánico no
le habría costado mucho acabar con la vida del pequeño bebé rápidamente, pero
optó por una formula mucho más terrible. Y al que planeó la muerte de su
exnovia, y a falta de conocer cómo se efectuó, no le influyó la compañía
sorpresiva de su amiga, ni le asaltaron remordimientos sabiendo que yacerían
boca abajo bañadas en cal. Es decir, a la vista de las circunstancias, cabría
iniciar un debate sobre la posible imputabilidad que produce en el sujeto la
causa penal desprendida de sus acciones o, si bien, lo procedente sería
entender la enajenación mental prolongada en el tiempo como concepto
psicológico que no impide al individuo actuar de manera inteligente, pero que
sí lo lleva a efectuar acciones compatibles con el desorden psiquiátrico. Y
esto es importante porque corremos el riesgo de llenar las cárceles de personas
que habrían de estar en instituciones psiquiátricas, sobre todo si tenemos en cuenta
que el objetivo último de una pena carcelaria es la rehabilitación para la
reinserción del penado en la sociedad, algo que resultaría imposible en el caso
de que a quien se pretenda rehabilitar sea a alguien con unos patrones mentales
diferenciados de la generalidad. A modo de anécdota traigo a colación la
noticia falsa que ha tenido un gran recorrido viral, incluso en medios de
comunicación, en la que se narra que un individuo ha asesinado a su amigo
invisible. Por muy falsa y muy de risa que pueda resultar, hay algo que esta
noticia nos transmite, y es que ya tomamos el hecho criminal como algo tan
cotidiano que cualquiera que fuera la víctima la asumimos hasta que llegue la
siguiente. Y si hay algo que concurre en todos los casos, tanto los meridianamente
claros como los susceptibles de discusión, es que la pérfida sensación del mal
lo inunda todo.
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